Yo no sé a usted, pero a mí se me hizo un nudo en la garganta y las lágrimas se asomaron rebeldes a mis ojos cuando leí y escuché que estas habían sido las primeras palabras del pequeño Cristo José para con su madre, en su reencuentro con ella, después de ser liberado.
El pequeño, no obstante su drama y terrible vivencia, quería justificar ante su progenitora su forzosa ausencia de manera dulce e ingenua. Con esa inocente explicación lo dijo todo. Más que cualquier elocuente discurso, en esta tierna frase se encuentra amor, devoción y respeto, así mismo hallamos un hogar bien conformado, con una crianza llena de valores y creencias, que nos hacen respirar tranquilos y darnos cuenta de que aún hay por el cual luchar, que la mayoría de los colombianos somos gente buena, noble, maravillosa, que estamos saliendo de una noche oscura y lóbrega, que “hay que ahorcar los bandidos, antes que estos ahorquen a la sociedad”, que los buenos somos muchos, que nuestro país se unió como nunca, hizo frente común y espiritual contra la barbarie y la violencia. No hubo ningún hogar en Colombia donde una plegaria no fuera elevada o un sentimiento de rechazo e ira no fuera manifiesto.
La maldita coca, la corrupción, la impunidad, el dinero fácil sin escrúpulos, el rechazo a Dios y los principios axiológicos han permeado un sector de la población y se yergue amenazante contra el resto. Uno no entiende cómo se levantan voces contra la fumigación de cultivos ilícitos o la confiscación de la dosis personal de estupefacientes, cómo la defensa de empalagosos y dulcetes derechos está por encima de la protección social y del bienestar común, cómo se fomenta el odio y la lucha de clases con discursos populistas llenos de veneno y neurotoxina, y cómo existen actores políticos armados que aún quieren desestabilizar nuestra democracia y Estado de derecho.
Es hora de llamar las cosas por su nombre, sin semántica o hipocresía: “lo anormal se volvió normal, lo ilícito, lícito, lo inmoral, moral, haciéndose necesario volver a enseñar, que lo malo es malo y no bueno”. Es nuestro deber construir una sociedad temerosa de Dios, respetuosa de la autoridad y la ley, donde la familia sea formadora de hombres honestos, rectos y de principios. “El hijo debe amar y respetar al padre, el padre la autoridad y la ley, y todos a Dios”.