Con la liberación de Ibrahim Boubacar Keita, expresidente de Malí, depuesto el 19 de agosto por un golpe militar liderado por el coronel Assimi Goita, autoproclamado presidente del Comité Nacional para la Salvación del Pueblo y líder de una Junta Militar compuesta por un grupo de coroneles rebeldes, se ha dado un paso importante en la salida a la crisis política en este país africano.
Este es un golpe de Estado que tiene como antecedentes meses de protestas contra el gobierno de Boubacar Keita y es el segundo que sufre esta nación africana en menos de una década. En el 2012, como consecuencia de las protestas que generó el movimiento separatista de los Tuareg en la región de Azawad en el norte del país, un comando militar encabezado por el capitán Amadou Sanogo, en nombre de una llamada Comisión Nacional para la Restauración de la Democracia y el Estado, derrocó al presidente Amadou Toumani Touré.
En aquel momento tras las intervenciones de la ONU, el gobierno francés y la Unión Africana, Sanogo dimitió y entregó el poder al presidente del parlamento, Dioncounda Traoré, quien convocó a elecciones, en las cuales fue electo en el 2013 el depuesto exmandatario Boubacar Keita.
Malí es un Estado fallido desde que logró su independencia de Francia en 1960, 4 años después sufrió su primer cuartelazo. De allí en adelante han sido frecuentes los cuartelazos y las asonadas militares que han profundizado su inestabilidad política al son de los movimientos separatistas y los descontentos populares por los malos gobiernos y la concentración del desarrollo en la región del sur y la pobreza en el norte.
Un país de 19 millones de habitantes que desde hace varias décadas afronta continuos intentos separatistas de los tuareg, un pueblo bereber de tradición nómada que desde el siglo XII controla las rutas del desierto del Sahara. Una tribu guerrera que varias veces ha proclamado la independencia de la región de Azawad y durante más de dos milenios ha dominado los confines del Sahara y que se ha opuesto a los trazados fronterizos y al sometimiento en los Estados.
Hablar de Malí, nación africana de mayoría musulmana sunita, ubicada en la región occidental y concretamente en la franja del Sahel, una de las zonas más conflictivas africanas, resulta bastante interesante por la importancia geográfica que tiene como bisagra entre África del Norte y África subsahariana, y por ser santuario de diversos grupos islámicos fundamentalistas que controlan las rutas comerciales, de contrabando e importantes riquezas petroleras y mineras.
Además, porque es cuna de tres de los grandes imperios africanos (Ghana, Malí y Songhai) y, desde luego, un territorio que es punto de confluencia de pueblos, etnias y culturas que han configurado un legado histórico milenario de riquezas, esplendor comercial, religioso y cultural, y de paso un centro histórico de poder y de conflictos en África.
Una nación donde cada etnia ha ejercido el poder sobre otras dependiendo de las épocas, etnias y nexos tribales que se han entremezclado desde hace siglos y enfrentado entre sí, han formado alianzas y se han esclavizado entre ellas, y a la vez, se han unidos en la defensa de reivindicaciones políticas en diferentes períodos históricos.
Fenómenos históricos y culturales claves para comprender las causas de los conflictos por el poder y sus repercusiones en el mundo islámico. Por eso lo que pasa en Malí tiene profundas incidencias en el Sahel, dado que es una de las zonas más ricas, estratégicas y conflictivas africanas, pero a la vez una de las más pobres, diezmadas por las sequías, el hambre y la pobreza.
Un completo contraste en una nación con una de las mayores reservas de uranio y oro del mundo. Sin embargo, esas riquezas no han servido para mejorar los niveles de desarrollo en un país con protuberantes desequilibrios en los niveles de vida entre el sur que concentran los mejores niveles de desarrollo y el norte más pobre y atrasado.