La Corte Constitucional, la misma que hoy tiene tanto de qué avergonzarse a propósito de una tutela, la convirtió en un mecanismo infernal.
Si le pasa la mirada al artículo 86 de la Constitución, verá el querido lector que la tal tutela se consagró para que el ciudadano indefenso acuda por esta vía excepcional para buscar protección por el vejamen que sufre en alguno de sus derechos constitucionales fundamentales. Y si sigue repasando la Carta, verá que esos derechos fundamentales quedaron escritos en un capítulo que lleva ese nombre y que abarca del artículo 11 al 41. Y nada más. El capítulo siguiente habla de los derechos sociales, económicos y fundamentales, y el tercero de los colectivos y del ambiente.
¿Por qué, entonces, se preguntará curioso, la tutela se convirtió en lo que es, remedio para todo? Pues porque la misma Corte resolvió que el constituyente, cuando habló de los derechos fundamentales, realmente quiso comprender esos y todos los demás. No vamos a enredarlos en temas de hermenéutica jurídica, pues que el sentido común le alcanza a cualquiera para entender que lo de la Corte fue un abuso y que puso la tutela a servir como el bálsamo de Fierabrás, que en los libros de caballería bastaba para curarlo todo.
Y por ahí vino el comienzo del desastre. La tutela se convirtió en una instancia judicial ordinaria, que alcanza para cualquier cosa. Y que por lo mismo se usa en todo y para todo. ¡Y ahí empezó Troya!
Pero solo empezó. Porque los magistrados que dieron el Golpe de Estado anterior no se conformaron con su abuso, sino que pasaron al siguiente. Y se inventaron de la nada la tutela contra sentencias judiciales, cuando la Constitución es tan clara en disponer que la tutela solo procede a favor de quien no haya tenido juez que lo escuche y resuelva su causa. ¿De dónde se inventaron, cabe preguntar, que puede haber tutela cuando el quejoso ha tenido juez de primera instancia, tribunal de segunda y Corte de Casación? Pues la Corte Constitucional sacó esa liebre del cubilete y completó la faena.
Por obra de la Corte de los milagros, hemos pasado de juicios de tres instancias, que no tenían cuándo acabar, a juicios de seis, que son una esquizofrenia. Los procesos en Colombia no terminan nunca, salvo cuando funciona un “tutelazo”.
¿Y a quién se lo dicen? Al país de los leguleyos que se inventan recursos donde no los hay. Y a quienes ahora les dieron el regalo de la vida. Recursos para todo, acciones milagrosas, casinos de la suerte y claro está, magníficas oportunidades para las componendas, los chanchullos y el tráfico de influencias más descarado.
Son tantas las tutelas que se interponen, que los jueces y los magistrados no tienen más oficio que atenderlas. Y de ese torbellino salen avante miles y miles que apenas se miran o que terminan en las infelices revisiones de la Corte Constitucional. Los billetes ruedan, como en los casinos, y los juristas de antaño fueron reemplazados por los “tuteleadores” de hoy.
Por supuesto que el que no tiene tutela a la mano, está perdido. Si los procesos eran antes cosa de casi nunca acabar, ahora sí son de nunca acabar. La jurisdicción ordinaria desapareció, la doctrina fue sustituida por la nueva, por la audaz del que juega a los dados o a la ruleta en el mundo de la tutela.
Lo que se dispuso para defender derechos que en su mayoría no son de contenido económico, ahora está al servicio de los intereses económicos. Plazos brevísimos, de diez días para un fallo, obligan al juez a decir cualquier cosa. Cualquier cosa sobre asunto que puede valer millones o miles de millones. Cualquier cosa que con suerte, o con un buen amigo, o un venal amigo, pasa por entre las manos de la segunda instancia, doblegada por tantas otras tutelas, de donde saldrá un fallo que casi nunca nadie mira. Y que solo tendrá una oportunidad entre decenas de miles para ser revisada por la Corte Constitucional.
Ante la Corte se hace fuerza, o se paga, para que un magistrado elija la tutela para la revisión. O para que pase sin revisión. Y solo queda el trámite ante tres magistrados, muy pocas veces ante nueve, que dirán la última palabra, sobre temas que normalmente no son de su especialidad. Pero que tendrán que decir cualquier cosa. Y que la dicen, lo que es peor.
La tutela desquició el poder judicial. Lo corrompió. Lo volvió pedazos. Y es por eso que los magistrados de la Corte han tenido que salir a demostrar, declaraciones de renta en mano, que no son unos ladrones. Lo que por desgracia, tampoco se acredita con las susodichas declaraciones. ¡Hay tanto buen sitio para guardar fortunas mal habidas!