Todo pueblo se merece a sus celebridades. Aquello que se celebra, aplaude y considera deseable, no es más que una explicación certera de los valores que fundan y movilizan a una sociedad. Para los griegos, sus atletas, para los romanos, sus generales, para el campesino medieval, sus santos, para el oprimido sus libertadores y para el inconforme, sus poetas. Por esto, en una sociedad que privilegia la satisfacción inmediata sobre la reflexión o el discernimiento -como la nuestra- no es de extrañar que cientos de personajes, sin más mérito -en la mayoría de los casos- que una gran audiencia y una predisposición exaltada al ridículo, se configuren como las figuras públicas de mayor relevancia e impacto en la actualidad.
Algunas de las nuevas celebridades han encontrado en las redes sociales -diseñadas para el consumo inmediato y neurótico de información de cualquier calidad o índole- un hábitat ideal y generoso. Acompañados de un teléfono celular cualquiera, graban sus vidas, inclinaciones e intimidades, para satisfacer el apetito voraz de un público ansioso por presenciar disparates y exabruptos. Un público cada vez menos exigente, autómata y peligrosamente, joven (casi infantil). Hombres y mujeres sin importancia o atributo, orientados a llamar la atención por el simple -y sumamente rentable- negocio de llamarla.
No obstante, sería injusto -e impreciso- afirmar que el fenómeno de las celebridades se trata de una epidemia exclusiva de nuestros días. Algunas decisiones de las cortes norteamericanas del siglo pasado (incubadas en la sociedad con mayor capacidad para la producción y extinción de estrellas y personalidades del entretenimiento) dan por sentado la existencia e importancia de las celebridades en la construcción y orientación de su cultura. En efecto, en varias ocasiones los míticos jueces gringos han reconocido dicho protagonismo ya sea por cuestiones cuantitativas: al afirmar que una celebridad es aquella que tiene un grupo numeroso de seguidores o fanáticos; o también al considerar factores cualitativos: como su capacidad de influir las decisiones de sus públicos; en otras palabras, su poder de cambiar la opinión o acciones de los otros. Y es ahí donde esté el meollo del asunto.
Por definición, cualquier sociedad liberal y democrática se precia de tener los mecanismos teóricos y prácticos para detener y restringir un poder desmedido ejercido por cualquiera. Las celebridades no podrían ser la excepción: cualquiera que sea su origen y talento. Por esto, es impensable que por el hecho de ejercer dicho poder en las redes sociales, las personalidades de internet no deban responder por sus actos u omisiones. Si tienen la capacidad de influenciar el comportamiento de las personas, no solo deben ser conscientes de ellos sino responsables, por lo que dicen y por lo que ocultan.
Una personalidad de Internet, ya sea por tener un público numeroso
o por su capacidad de influenciar las decisiones de su audiencia
debe hacerse responsable de sus mentiras, falsedades y estafas
En ese sentido, una personalidad de internet, ya sea por tener un público numeroso o por su capacidad de influenciar las decisiones de su audiencia debe hacerse responsable de sus mentiras, falsedades y estafas. No por tratarse de una red social los efectos de una conducta dañina son inferiores, más bien todo lo contrario. Hoy en día, millones de personas dependen en su menguada capacidad de determinación de las posiciones u opiniones de sus influenciadores, quienes tienen en sus manos incluso la vida, integridad y salud de un público que, cegado por la luminosidad de la fama y el reconocimiento, cree a pie juntillas, todo lo que le dicen. De la misma forma, deben ser responsables por todos y cada uno de los productos que ofrecen y promueven, como si se tratará de cualquier escenario donde los consumidores están protegidos de la publicidad engañosa, el fraude y la mentira. Además, por una razón, más que evidente, ellos y ellas, al promocionar esos productos están participando de un negocio en muchos casos bastante lucrativo.
La gran paradoja se cierne sobre una incómoda realidad: muchas personas insignificantes están acumulando un poder desproporcionado sobre la vida de muchas personas. Mal harían las autoridades al subestimar la capacidad que tienen estas personas por asumirlo como una moda o una tendencia pasajera y evitar, por ese descuido, regular y fijar consecuencias a las conductas ilícitas de los influenciadores. Muchos se opondrán diciendo que se trata de la libertad de expresión de las personas y el autónomo desarrollo de la libertad, para mí, es un negocio a secas, que como cualquier otro debe observar algunos mínimos de decencia, honestidad y confianza. Grave error pensar que todo lo ridículo es inofensivo.
@CamiloFidel