De tanto matar habían terminado por admirarlo. Creía que era un malhechor ilustrado, mataba para reafirmar su condición de malandro universal y convertía el crimen en un mito, en una fábula y en una ficción macabra.
Mató a tantos que se olvidó del nombre de los acribillados, como si después de cada masacre se bañara plácidamente en las aguas del río Leteo, para disfrutar del olvido.
Le gustaba que el Estado lo asesinara, se complacía leyendo los titulares donde los diarios anunciaban que lo acribillaban. Imaginaba que cuando lo dieran de baja, su rostro seguiría caminando en los guardapolvos de los carros, motocicletas y camiones y admirado en los óleos de Botero.
Cuando observaba los abismos del infierno y las alturas del cielo, creía tener sobre ellos sentido de pertenencia, su capital, su riqueza y su fortuna.
Presumía que no era un salteador de caminos ni un facineroso, su destino criminal tenía aureola de bandido bienhechor; después de mirarse en el espejo, llegaba a la certidumbre que los terroristas estaban en otras orillas, porque a su lado tenía un séquito de bienhechores del Estado que encarnaban la cumbre de la patria.
A su lado clérigos y capellanes de poca monta santificaban la siniestra manipulación de sus bombas y se alegraba que magnates sin escrúpulos lo catalogaran como un exitoso empresario de la muerte.
Jugó, como buen tahúr, a construir un Estado delincuencial alterno, con su propia justicia, jueces, cárceles y sistemas represivos.
Sus santos admirados y favoritos fueron John Dillinger y Al Capone. Tuvo como vaticano santificador a la mafia siciliana.
Creía que en el pasado muy remoto había sido rey, profeta bíblico, poeta maldito y tirano; portador de dos almas y, juzgaba que al tenerlas, una de ellas podía salvarlo.
Y como no pudo disfrutar de su doble táctica protectora, trató inútilmente de fugarse por un tejado, que confundió con una iglesia.
La vida le prodigó reinas, presentadoras de espectáculos, entretenimientos y carnavales. Si hubiera conocido a Trump, monarca de la televisión, tal vez habría sido presidente de la república, sin necesidad de construir, en su metrópoli natal, torres y atalayas universales.
Coca, sangre, gatilleros y poder político eran su ambición desbocada.
Apelativos como príncipe malévolo, personaje soberano, prócer maligno y héroe depravado los sobrellevaba como rangos de superioridad benefactora, que utilizaba para cobijar con techo a los pobres hacinados en tugurios y rincones miserables.
Precio le puso a las autoridades que lo buscaban, a los que delataban y a quienes condenaban su inmersión en el fango del hampa.
Ministros, políticos, prominentes periodistas, figuras del notablato del establecimiento víctimas propiciatorias de sus gatillos mercenarios que gozaban de prestigio social.
Gángster despiadado duplicando a los famosos pistoleros de Los Ángeles, promotor, organizador y globalizador del miedo.
Estado sometido por su demencial fanatismo, que hizo de las discotecas de Medellín el Vietnam de su estrategia por la droga, al final de su vida, su hijo escribió: “Mi papá fue un buen padre de familia”.