Me he levantado, obligado, a rallar 16 astillas de yuca, en medio de este confinamiento.
La cocina del hogar tiene sus frases definidas. “Niño, afílame el cuchillo”, “Niño, bájame esa olla con cuidao”, “Niño, párteme y sácame el coco”, “Niño, te levantas temprano y rallas esa yuca”.
Me he preguntado hace cuánto tiempo no rallo algo, o cuál fue la última vez que rallé algo. La memoria no es capaz de buscarlo. Es imposible que uno construya la frase: “La última vez que rallé queso fue el 27 de septiembre de dos mil diecinueve” o “La última vez que rallé yuca fue el 15 de noviembre de mil novecientos setenta y ocho”.
Eso jamás. El mismo acto de rallar lo hemos condenado, lo hemos llevado, relegado de manera apresurada, injusta a los actos intrascendentes de la existencia.
¿Qué sería de la vida culinaria sin un rallador?
¿Qué sería de nuestra existencia en el Caribe sin un rallador?
Pude haber dicho que es un invento maravilloso, encantador, fabuloso pero es más que todos los adjetivos que he enlistado y rechazado…. Porque aquí, rallando estas 16 astillas de yuca, (me quedan 13) me he preguntado, cómo un instrumento de apariencias simple, cuyo primer antecedente se construyó de un conjunto de perforaciones ordenadas y definidas por un clavo sobre una lámina de latón, puede transformar con solo una fricción un trozo de yuca en micro partículas que luego pueden amalgamarse y compactarse en un manjar como un enyucado, una tortilla de yuca o un casabito.
Rallar es un verbo de la primera conjugación. Se conjuga igual que amar o sanar.
El rallador tiene también la posibilidad de sanar. Sana una yuca rucha, por ejemplo. No es el caso de la que estoy rallando ahora. Lo sé porque este lote de 16 astillas, pertenecen a un pedido de yuca de la tienda de Pablo, que garantiza yuca excelente: “Si le sale mala, me la devuelve, garantizado”.
Un rallador sana un queso duro cuyas posibilidades de consumo se reducen a medida que pasa su tiempo. Conjugado en modo imperativo tiene también esa virtud sanadora. Si la arepita, el trozo de yuca humeante, el medio plátano cocido, te parece poco, “Ombe, rállale un quesito arriba y me echas un cuento”.
Rallar tiene también un lado oscuro, un lado clandestino, en el que la acción de rallar se realiza a escondidas porque la intención es engañar al comensal ingiriendo un producto que desprecia. “Mira, lo que vas a hacer, coge la cebolla, se la rallas, ni se dan cuenta, así hago yo, mija”. Sentencia la mente pervertida que usa el rallador como instrumento de maldad y engaño.
La ciencia que estudia las artes, los oficios, debería reconocer en los fabricantes artesanales de rallador la preservación de una tradición que se hermana con los más altos manjares de la dieta caribe.
Hace algunos meses me encontré con un experto en el arte de fabricar ralladores.
Ha sido tan injusta la lengua con ellos que ni siquiera tienen una palabra que defina su arte. Intentemos con ralladero o ralladista. Esa fue la primera pregunta que le hice al experto en el arte de fabricar ralladores, que como todo experto tiene también su celo.
Luego de saludarlo me respondió.
—Yo soy un hacedó de ralladó.
—Sí claro…
—Claro y ¿cómo má iba a sé?
—Mmm, pensaba que quizá ralladista o ralladero, así como el modista o el carbonero.
—Ombe, esos nombres son malucos, hacedó de ralladó, tá bien, así se llama.
— ¿Cuáles son las herramientas que usted usa?
—Lo que usted ve aquí, lámina de lata, antes se usaban los potes de las galletas, ese es el tradicional, que se le veían las letras…, ahora hay que comprar las láminas, se usan clavos, martillo, madera, machete, y listo… Se pone usté a tirá martillo… hacé los huecos.
— ¿Y eso es todo o hay que tener algún cuidado?
—Cuidao, claro… a mí me gusta darle su forma, qué los huecos queden organizaos…
— ¿Y eso orificios tienen algún nombre especial? usted que es el experto…
— ¿Nombre? Y cómo má se van a llamá: huecos de ralladó…
—Claro, huecos de ralladó… me queda claro.
Algunos sofisticados, amantes de la modernidad, desprecian al rallador porque lo encuentran arcaico y obsoleto. Encuentran en la licuadora el reemplazo perfecto. Pero en el ancestral arte de rallar, hay ralladuras que sacan su casta, su estirpe, en una palabra su impronta que hacen del rallador un elemento sine qua non en la cocina.
Si por ejemplo una receta dice: agregue ralladura de panela, cubra con ralladura de cáscara de naranja, decore con ralladura de concha de limón, rocíe ralladura de nuez moscada…pregunte usted si va usar la licuadora.
“Al rallar —me dijo una vez una matrona en el mercado de Bazurto, mientras rallaba un coco para obtener un sumo y agregarlo a unas sopas de cabezas de pargo rojo— la mano de la que ralla le va dando gusto a la ralladura, así las sopas cogen más voltaje”.
Ella se echó a reír pero creo que ese voltaje es la clave de todo.
Aquí estoy, voy por la astilla número 14 en la mano.
Pienso que aquello que se ralla, yuca, ñame, coco o queso construye un voltaje en sí mismo o potencia aquello que se prepara.
Es un asunto de energías. Se sienten cada vez que deslizó el trozo de yuca por ese tamiz de orificios filosos. La materia desaparece entre tus dedos, quedan las delicadas briznas de los sabores transformados.