Que risa me dan todos esos que creen que a mí no me gustaron ni Los vengadores, ni Rápidos y furiosos solo porque soy un maldito snob que desprecia las megaproducciones de acción destinadas al consumo rápido y masivo. Como si yo solo pudiera sonreír cuando veo algo de Lars Von Trier, Xavier Dolán o los hermanos Dardenne. No señores, yo también voy al cine a divertirme y si he dejado escapar la bilis que me producen las malas películas es porque desde Chappie no he vuelto a ver ningún estreno que me entusiasme.
El mejor ejemplo de mi antidogmatismo lo di ayer, cuando caí rendido ante el poder lisérgico de Mad Max. La trama, es tan sencilla como la de cualquier video juego: en el post apocalipsis el inmortal Joe y sus hermanos manejan los pocos recursos que le han quedado a la tierra. La radiación se respira, se cuela por los poros de la piel, se interna en la sangre y toda nuevo ser que nazca saldrá enfermo, brotado, deforme. Sólo un puñado de mujeres, al servicio del tirano, logran conservar su belleza y salud, ellas están ahí para saciar el hambre del anciano, para darle hijos varones y sanos con los cuales repoblará al mundo. Sin embargo, la determinación de Emperatriz Furiosa, socavará el orden establecido.
Furia en la carretera no te da un solo segundo de tregua. Las imágenes te explotan en tu cara y no queda de otra que aferrarse a la silla para no salir disparado del carro al que te has colado. Los puristas se rasgan las vestiduras como Jesús frente al templo de Jerusalén al notar que la acción esquizofrénica no da tiempo para nada, ni siquiera para saber muy bien qué es lo que está pasando en la pantalla, ¿es que acaso las pesadillas tienen lógica? Lo que asusta y atrapa de este reboot son las sensaciones que resucitan desde el inconsciente, la atmósfera onírica que te envuelve en una sábana alucinógena de la cual no te puedes soltar. Nunca dos horas pasaron tan rápido.
A sus setenta años George Miller, creador de la saga original del Guerrero del Camino, les muestra a los aspirantes a realizadores cómo es que se construye un relato de acción en una pantalla de cine. Todo es tan original, tan potente, los beetles incrustados en las puntas del camión que maneja la Emperatriz Furiosa, el guitarrista que destila los acordes del Metal que tanto disfruta el inmortal Joe, las cataratas calmando a una turba de tullidos ulcerosos, el culto religioso que se genera ante un anciano siniestro, despiadado y horrendo y sobre todo, la devoción que se profesa ante el volante, sitúan a Mad Max en un nivel muy por encima al soso cine de acción que se hace en nuestros días.
Y es, que en medio de la anarquía narrativa, a Miller no le ha dado miedo darnos su visión de lo que sería el mundo cuando una bomba acabara para siempre con los conceptos de democracia, civilización y humanidad. Cuando lo único que hay que seguir es a un viejo lleno de llagas que se cubre con una máscara el hueco que es su boca. Cuando los sueños han sido sepultados por la arena del desierto.
Un acierto estruendoso de esta distopía que también es un western, que también es una road movie, que también es un delirio lisérgico, estuvo en el casting. Los imbéciles que todavía no nos habíamos doblegado ante ese ser superior que es Charlize Theron acá nos declaramos sus más incondicionales sirvientes. Gracias a Tom Hardy no echamos de menos a Mel Gibson y hasta pensamos que lo habíamos juzgado con demasiada severidad en sus anteriores papeles. Amante del cine mudo, George Miller sólo le da a su protagonista 16 líneas de diálogo.
Mad Max es la película de un hombre que cree en que el fundamento del cine está en el poder de la imagen, y por eso, como todas esas grandes películas que se hacían antes de 1928, puede ser vista sin subtítulos por cualquier persona del mundo e igual se van a enterar. Las imágenes son más poderosas que las palabras. Acción no solo es movimiento, acción también es estética.