A propósito de Ucrania, Europa vive una tragicomedia donde la guerra y la paz danzan amorosamente tomados de la mano. Se hacen guiños cómplices. Sus personajes, entre bastidores, como decía Oscar Wilde, parecen “meras piezas de ajedrez movidas por un poder invisible” (El crimen de lord Arthur Savile).
Ese poder invisible llevó al presidente francés Macron a Moscú, el 7 febrero de 2022, se presentó como pacificador y gran adalid de la causa europea para acallar los ruidos ensordecedores del conflicto ucraniano.
Macron pertenece a esa bella tradición francesa que se mueve entre François Rabelais y Molière. Allí los seres se salen de madre, sobrepasando los límites de lo imaginable para caer en lo jocoso, en la risa que es tan purificadora, o en el cuadro patético que con donaire e impiedad pinta esas locuras que arrastra el ser humano en su alocada y vertiginosa carrera por vivir.
Alceste de Molière es un personaje que no se lleva bien con el género humano. Siente que hay una barrera entre él y el otro, son irreconciliables, de distinta pasta. Tal Macron, definido por Marine Le Pen, su adversaria, como “vanidoso”. Él está aquí, la sociedad francesa allá.
Tomo nota de sus palabras en Dinamarca en 2018 que sentaron muy mal a los franceses. Palabras ¿despectivas, realistas, acusadoras, genuinas, hipócritas? “Los galos son refractarios a los cambios”, dijo el presidente francés.
Es decir, están anclados en su obstinación, son duros de cerviz, y yo estoy aquí para corregir esas deformaciones. En los comienzos de su presidencia lo acometía una misión: salvar al mundo.
Deseaba resolver los conflictos internacionales. Rescatar a Siria, intervenir en el insoluble conflicto de Israel y Palestina, terminar el terrorismo del África. Refundar a la Francia que había olvidado a De Gaulle.
Era una interacción traída de los cabellos. Aquí Emmanuel Macron, allá el mundo con sus problemas seculares, que espera ser vivificado por la bonhomía del joven francés.
El Pantagruel de Rabelais, otra figura del genio literario francés, que con sus risas socarronas y sátiras descubre al farsante con ínfulas de intelectual, pone a las cosas desorbitadas de los seres humanos un tono de divertimento, y al ridículo, tan común, lo sumerge en el remojo de lo comprensible y lo jocoso, quitándole importancia a los aires de superioridad.
El inexperto presidente francés, nada gazmoño él, entre misántropo y pantagruélico, llega al Kremlin cargado de pergaminos, de valores añejados en la pátina francesa del amor a los derechos humanos que proclamaron Robespierre y Danton, del hombre que anhela reformar Europa. Lo dijo el primer día como presidente, cuando se autoproclamó como el salvador de Europa: “Defenderé Francia, defenderé Europa”.
Ahora en el Kremlin estaba a punto de dar su gran campanada, esta vez como pacificador. Rusia a punto de hacer saltar por los aires, con su invasión a Ucrania, el orden internacional de la post-Guerra Fría y trasponer la geopolítica reinante. Quizás este hito histórico era el momento añorado por él, no podía dejar pasar de largo ese oportuno y bello encuentro con su kairos.
Caminando junto a los ujieres que lo conducen hacia el gran salón donde lo espera Él, el hombre de moda entre los líderes políticos, cuyo nombre está en el pináculo, por encima de Joe Biden, Xi Jinping, Boris Johnson, Narendra Modi, Fumio Kishida, Jacinda Ardern, tan joven como el presidente galo, Macron camina erguido, con los ojos rígidos y el rostro inflexible. Tal pose facial haría carcajear al burletero de Pantagruel que observaba con minucia y gozo los gestos que el poder insufla.
Así no miraba Emmanuel Macron cuando empezó su quinquenio. El poder lo transformó, hasta tal punto que lo empezaron a llamar ‘Júpiter’, como el rey de los dioses romanos, un apodo que se popularizó entre los franceses y los medios recogieron alborozados. Sentía un poderío infinito, y no se arredraba en hacerlo sentir.
Ahora, sintiéndose Júpiter, no respiraba, resoplaba; su poder no abarcaba solo Francia, llegaba hasta los montes Urales. Quizás, producto de una epifanía, para el presidente Macron la Europa del post-Brexit se convirtió en su paranoia. La vio deshecha, anémica en relación con lo que soñaron sus fundadores Monnet y Schuman.
En su mente, Emmanuel Macron dejó de ser el presidente de la V República francesa y tomó el cetro de la Unión Europea como su estandarte. Todo esto en detrimento de los problemas internos de Francia, que era el mandato de los votantes franceses. Antes de las elecciones de mayo de 2019 al Parlamento Europeo, promulgó un manifiesto publicado en los 26 países miembros de la UE, en su respectiva lengua. Lo llamó pomposamente Un renacimiento europeo.
El dilema era: Europa estancada en sus melancolías o la Europa pujante de Macron. ¿Quién le sugirió a Macron tal esperpento? ¿el poder invisible al que alude Wilde? Un hombre de la raigambre misantrópica tipificada por Molière reconvertido en egregio defensor del bienestar de los 500 millones de europeos. ¿Podrá ser verdad esto? Así pues, una conversión al estilo de Saulo de Tarso.
Pero con el paso de los meses el apelativo de Júpiter se fue deshaciendo al ritmo que los conflictos internos de su país, parecían escaparse de su omnipotente control.
De manera puntual, ya no se le volvió a llamar así, luego del tremendo episodio de los ‘chalecos amarillos’ (gilets jaunes), que sumió a Francia durante varios meses en una guerra civil de bajo perfil. Para la ONU y Michelle Bachelet el gobierno francés vituperó los derechos humanos. ¿Cómo zanjó este dantesco episodio Macron? “A partir de ahora voy a escuchar a la gente”, dijo en una entrevista al semanario Time en septiembre de 2019.
La grandeza de Macron estriba en que a pesar de los pesares jamás da su brazo a torcer. Así acudió al Kremlin el 7 febrero, acompañado por su vanidad ciclópea. El poderoso presidente de Rusia, Vladimir Putin, lo recibe, cortés pero distante. No hay apretón de manos, además le niega la cercanía. Aquella mesa blanca, ovalada, sentados a seis metros de distancia el uno del otro, se aleja de lo caluroso. ¿Insulto?
Finalizado el encuentro de 5 horas, la prensa francesa jubilosa, en horas de la noche, proclamó humo blanco: No habrá nuevas maniobras militares rusas. Lo cual no era más que un descarado fake news. Al día siguiente Rusia desmintió el anuncio francés y Moscú recalca que París no es el interlocutor correcto porque ni siquiera lídera la OTAN. ¡Qué bluff el de Emmanuel Macron!
Al día siguiente toda Europa se preguntaba qué perseguía el joven presidente francés en el Kremlin. Es difícil de creer que su presencia allí, en vísperas de la próxima elección presidencial en abril, donde cuenta con ser reelegido, se debiera exclusivamente a buscar la foto chic con Putin, el político de moda. De Ucrania depende su reelección. Esto sería de dimensiones pantagruélicas.