Macnelly Torres ha perdido su camiseta

Macnelly Torres ha perdido su camiseta

Por: Erick Camargo Duncan
mayo 19, 2014
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Macnelly Torres ha perdido su camiseta

Es silencioso, parco y de espíritu noble. Los aficionados sabatinos más pendientes de la jugada excepcional que del talante del hombre que las crea, quizá lo ignoran. Es silencioso, y por ello siempre se le ve sumergido en sí mismo, alejado de la cima de los alardes y los autoelogios, pero los elogios le han sobrado, lo han buscado y lo han encontrado una y otra vez silencioso.

En los pocos vestigios que han dejado sus palabras es posible hallar sus momentos de alegría, aquellos que empiezan cuando toca el pasto fresco de la cancha, camina calmo y oye que lo llaman, no una, no dos, si no cientos de voces. Parece un jugador condenado, de aquellos que podrían bajo cualquier circunstancia ufanarse de su buen palmarés y que sin embargo se van desdibujando de a palmos, de a pulgadas en las injusticias de los comentaristas prevenidos. Su nombre revoloteó en el espectro, resucitando de un ostracismo impuesto sin fundamentos, y entonces se dijo que en la apertura del nuevo ciclo que venía de la mano de un experimentado técnico argentino, Nestor Pekerman, sería entonces el único confirmado entre once hombres, todos quizá dispuestos a entregarse por un puesto en la efímera y legendaria gloria del balón.

Y se hizo sentir. Y un equipo con más ganas que identidad, con más valor que sabiduría, empezó a recuperarse con lentitud, con la seguridad y estabilidad con que progresan los enfermos no condenados a la muerte. Le bastó un corto, un leve movimiento de piernas para dar rumbo al caos, para trasmitir su mensaje final, que el fútbol no era más que un juego con importancia, y que podía desarrollarse a otra velocidad, a otro ritmo respiratorio, con el deleite que lleva todo aquello desprovisto de prisa.

Pero el ardid, el ruido de la insensatez, de la incomodidad, parecía atrincherarse de a poco en la voz de los que opinan por todos, por los oyentes. Y se preguntaba sobre la seguridad de su puesto, sobre los méritos de sus logros, sobre su razón de ser en la mitad de la cancha, sobre su cercanía con el técnico.

Rumores de su muerte se difundieron por doquier. Se dijo que cualquier día del año había volcado su carro y la muerte se lo había llevado en Oriente, en tierra desconocida, lejos del calor del trópico. Que en medio de un partido el corazón había agotado su tiempo antes de agotar el tiempo del cotejo y había caído derrumbado para siempre en la mitad de la cancha, con el inolvidable número 10 de la mayoría de sus camisetas.

La confusión embarga, estremece la alegría. Hay una contrariedad lógica en los más sensatos porque en el último minuto, en el de la confirmación de todo, se le dio el mensaje de que su sudor fue en vano, de que sus 600 minutos en la cancha, manejando el compás de los once, no es suficiente: y que su sueño, el sueño de todo jugador, se difumina en el aire. Que la ilusión se esfuma pero que la vida sigue, como el mismo dijo.

Y el sinsabor que deja todo no puede desembocar en otra reflexión distinta a que llegamos a ese abismo de ingratitud donde nunca se aplaudirá al hombre de méritos, ni se premiará al talentoso, al disciplinado.

Nunca se quejó por no llevar el número que le correspondía. Al ser entrevistado su aflicción afloró pero no dudó en despedirse del ciclo ingrato como un caballero de cancha, de noventa minutos, y dijo que había cumplido el deber, que había dado lo mejor siempre.

Un gran jugador fue despojado de su camiseta, hoy lo supimos. Macnelly Torres no pisará el pasto fresco de Brasil.

Periodista
Colaborador de ElEspectador

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