Un día me contó mi padre, que es agrónomo, que en una salida de trabajo tenía que meterse a la selva con una comisión de holandeses que no habían visto el trópico en su vida. Ellos se dejaban guiar por él así que todo el recorrido fue una especie de Indiana Jones para ellos.
Justo antes de atravesar un río, mi padre vio cómo una serpiente se movía entre las malezas y los holandeses palidecían mientras daban saltitos. Él asustado, como lo estaría cualquiera, pensó en cuidar su valerosa reputación así que empuñó su navaja, la arrojó con fuerza en dirección al animal y lo clavó de la tierra atravesándolo de arriba abajo. Con el pie que enfundaba su bota derecha, pisó la cabeza del animal, limpió en sus pantalones de mezclilla la sangre de la serpiente, e ignorando las manos heladas de miedo, tomó al animal y lo echó al río. Mi padre es el hombre más macho que he conocido.
Tuvo una hija, luego dos varones, a mí en cuarto lugar y al final, otro hombre: mi hermano menor. Pero él no es un hombre, es un hombrazo. Habla tres idiomas, toca dos instrumentos, le enseña todos los días a decenas de jovencitos y así se va por la vida: ayudando, fascinando, dando ejemplo de la importancia de ser. Ser algo, lo que sea, ser. Mi hermano es, además, gay, y el único ámbito donde eso es una pena, es en el círculo que encierra a las chicas solteras, porque vaya muchacho del que se han perdido.
No hablo de él porque sea mi preferido, hablo de él porque es al único de mis hermanos al que la Corte Constitucional de Colombia señala y atrapa. Él es chiquito así que hoy para él no importa, pero en un par de años, cuando su plan cambie, le serán prohibidas cosas inexplicables. La Corte dictó sentencia: “Las parejas del mismo sexo solo pueden adoptar cuando la solicitud recaiga en el hijo biológico de su compañero o compañera permanente”. ¿Por qué? ¿Acaso el amor no es el mismo? Cantarle a un bebé por las noches da la misma sensación de regocijo, venga de un soprano o un barítono.