Fabiola Lalinde, con su pelo color plata, ha vivido historias llenas de contradicciones. Parece macondiano que una semana tras discutir con su hijo lo que sentirían las madres de la Plaza de Mayo en Argentina por la desaparición de sus hijos, los señores de la guerra en Colombia hayan borrado el rastro de su hijo Luis Fernando Lalinde. “Las guerras no las ganan las armas, sino las estrategias”, decía el padre de Fabiola. Tales enseñanzas condujeron a dolorosos triunfos como la declaración del caso de Luis como el primer desaparecido en Colombia reconocido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Aun así, parece incluso más macondiano pensar que Colombia carga sobre su espalda seis millones de historias similares que calan cada vez más sobre los rencores que impiden la reconciliación nacional.
Las labores del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) contribuyen con lo que parece una deuda impagable con la humanidad. Entender una indemnización, en sentido amplio, como la vuelta al estado anterior de los hechos, resulta una tarea imposible tratándose de víctimas del conflicto donde, como Fabiola Lalinde, se rompió definitivamente el tejido familiar y social. Sin embargo, llama la atención cómo las manifestaciones culturales y simbólicas de memoria son herramientas de sensibilización de la sociedad y reparación de las víctimas en la lucha contra la impunidad.
En una nota personal, considero que el trasfondo colectivo de los esfuerzos en reparación recae en el tránsito de la historia oficial a la memoria histórica. Quiero plantear la idea de que la resignificación de nuestros relatos históricos, que otorgan sentido a nuestra identidad, se legitiman si los afectados del conflicto adquieren una representación expresa. Sotero Ortiz, miembro de la fundación Afrobi afirmaba: “Yo mejoro mi presente para aquellos que vivirán el futuro”. La construcción de nuestra historia como nación debe divulgar reflexivamente -en miras a un futuro- los relatos de personas que han padecido en carne propia el conflicto armado.
En razón con la obligación de reparación, el avance a un posconflicto incluyente, sin duda alguna, debe recoger los testimonios individuales de víctimas de la guerra. La maraña de subjetividades que esta catarsis conlleva acompleja el objetivo de socialización y sensibilización de la Nación. Ya bien lo dijo Gandhi cuando afirmó que no existe ruta específica para la paz: 'La paz es el camino', y estos caminos, si bien cargan los lastres de la guerra, deben resignificar el ejercicio de la memoria como situación social colectiva. Empero, los esfuerzos en performance culturales como la poesía, el canto, el teatro y demás expresiones que son, por experiencia, el gancho entre memoria individual y memoria colectiva, movilizan los procesos de sanación siempre grupales en el enfoque de transformación y acción social hacia nuevos espacios de reconciliación.
Colombia demanda desde sus dolencias el reconocimiento de la memoria histórica como patrimonio nacional. Reconocer las víctimas como sujetos pactantes, más que pactados, recae en las tensiones narrativas entre la recopilación de los hechos fácticos y la divulgación de principios de convivencia. La escritura de una nueva historia no se hace solo en los libros, se hace mediante la memoria como acto político reflexivo de los sucesos que motivan necesarias transformaciones de fondo en la manera que nos relacionamos.
Así muestra la experiencia latinoamericana que la utilización de espacios públicos es el medio por excelencia de fomentar eso que llamamos memoria colectiva, o aquel trabajo-que no termina- de lucha y reivindicación de una identidad orientada a la reconstrucción del tejido social. Reconocer la memoria como patrimonio nacional, es pensar que los relatos victimizantes no son pronunciados en soledad: son intervenciones públicas, y como tal, desprivatizar la memoria contribuye a un escenario de representación colectiva que nos permita dar un paso adelante hacia la paz.