Patriotas de frontera, los venezolanos no son el mal de Cúcuta. A la frontera colombo-venezolana, la tierra de nadie, le aparecieron dolientes por millón: desde los colombianos que encendieron el televisor y vieron el llanto y la impotencia con la que cruzaban el río Táchira los miles de hermanos colombianos deportados por el odio del presidente venezolano Nicolás Maduro; hasta los medios de comunicación que se atrevieron a asomar sus cámaras y micrófonos a aquel lugar que parecía borrarse del mapa de Colombia. Sin embargo, por más dolientes que aparezcan, la frontera colombo-venezolana sigue sin Dios y sin ley.
Lo irónico es que ni el desempleo, ni la informalidad que ha sido propia de Cúcuta durante años no aliente los pálpitos del patriotismo cucuteño, sino que sean los venezolanos que están en los semáforos con un cartel “Soy venezolano, ayúdeme”. Es un descaro que sean los venezolanos los que revivieron la aparición de Cúcuta en el país que los había olvidado y en los lentes de las cámaras que lo desenfocaron del mapa. Sin la llegada de los venezolanos, Cúcuta se mantendría en el olvido en el que fue enterrada por la incompetencia de la institucionalidad. Es un patriotismo que despierta toda clase de sentimientos, desde compasión hasta odio y temor por sobrevivir en la condena del olvido.
Los cucuteños han subsistido durante décadas en la informalidad e ilegalidad por la falta de inversión económica y social a la ciudad. Ahora luchan en la pelea de la supervivencia de la calle. La calle no es de nadie, pero en Cúcuta no quieren que los venezolanos se apropien de los andenes y semáforos que son las instalaciones de trabajo de miles de cucuteños. Los supermercados también luchan por sobrevivir. Mientras sus dueños esperan a sus clientes, los venezolanos se ubican en las autopistas o recorren kilómetros ofreciendo decenas de alimentos puerta a puerta a un precio inigualable.
¡Es que los venezolanos se están quedando con el poco empleo que tenemos! Son los comentarios frecuentes en las conversaciones esquineras. Y ¿si se quejan del desempleo? O acaso, ¿no es más preocupante que por décadas la institucionalidad no encuentre inversiones laborales para acabar con la dependencia económica fronteriza? A Cúcuta debería avergonzarle ocupar consecutivamente los primeros lugares de desempleo e informalidad en Colombia, en septiembre registró una tasa de 15,3% de desempleo. Al parecer es más preocupante la llegada de venezolanos a la ciudad que la falta de políticas laborales que solucionen el impacto del desempleo o la deficiencia de inversión al comercio y a la industria regional que incentiven el emprendimiento laboral.
Más indignante es saber que las autoridades institucionales no fueron competentes en frenar el contrabando cuando surgió en las entrañas de las trochas fronterizas y salió a la luz en los alrededores del Puente Internacional Simón Bolívar. Después de 50 años buscan medidas para contrarrestar el impacto del contrabando que hasta el día de hoy se convirtió en una practica laboral de los cucuteños. Los venezolanos no representan un peligro para la poca oportunidad laboral de Cúcuta, el peligro está en la incompetencia de la institucionalidad que no cura a la ciudad del embrujo que los está acabando. Un embrujo perpetrado por el abandono del Estado que despierta otros demonios como la criminalidad.
Así se sienten en las calles de Cúcuta, perseguidos por la delincuencia a manos de venezolanos. Según informes de la Policía Metropolitana de Cúcuta (Mecuc), más de 460 venezolanos están involucrados en acciones delincuenciales como hurto y porte ilegal de armas, pero los venezolanos solo representan el 10% de las capturas realizadas este año. Si tanto temor genera los venezolanos en las esquinas esperando cazar a su víctima, ¿por qué no da miedo y zozobra la incompetencia de las autoridades gubernamentales y policiales? Hay que admitir que Cúcuta se convirtió en el nido del mal de la delincuencia en sus puertas fronterizas, pero la Policía no acepta que este mal se les salió de las manos. Ni las esposas y ni las celdas acechan el embrujo de la delincuencia.
Un embrujo perpetrado desde que las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia) sembraron pánico, llanto y dolor en los hornos crematorios de Juan Frío, hasta las extorsiones y asesinatos a manos del Clan del Golfo y el Clan Úsuga. Son años en que la delincuencia ha desangrado la vida y el bolsillo de los cucuteños. Las autoridades policiales y gubernamentales no asumen que Cúcuta está sin Dios y sin la ley de la legalidad desde hace años. Ni las 13 balaceras desencadenadas en cercanías del Puente Internacional Simón Bolívar despiertan de la incompetencia a las autoridades, ni retumban en los escritorios del Gobierno nacional, solo hacen eco en los pálpitos de miedo de sus habitantes.
Son los medios de comunicación regionales los que traducen la zozobra de los habitantes de frontera en portadas que buscan alumbrar la realidad de la frontera en la mirada de los gobernantes que los abandonaron. El sector de La Parada, donde entran y paran estos males, donde caminan los fantasmas del Estado y los amos de la ilegalidad ha sido protagonista del desprecio del gobierno. Las trochas que la rodean son el escenario del contrabando, de las extorsiones y de los asesinatos y ni los 200 uniformados que custodian a La Parada logran controlar las entrañas de las trochas, un mal de balas y fusiles que no mira nacionalidades.
Si fastidia escuchar las historias de los venezolanos cada vez que se suben a cantar a los buses, ¿no fastidia la falta de políticas migratorias en la frontera? Si es agobiador enfermarse y asistir a un centro de salud que atiende a centenares de venezolanos, ¿no es indignante que en Cúcuta no haya centros especializados en diversas áreas de salud como oncología y tenga que correr a otras ciudades a salvar su vida o la de su familia? Si es inseguro salir a la calle por la delincuencia a mano de los venezolanos, ¿no es insegura la incompetencia de las autoridades institucionales que nos gobiernan? Si es indignante recorrer los parques de la ciudad en plena luz del día y observar en las esquinas a las prostitutas venezolanas, ¿no es el colmo que en Cúcuta las autoridades no rijan las políticas de salud pública o que en Cúcuta no haya políticas de institucionalidad?
Los venezolanos solo son el reflejo de un embrujo que décadas atrás ya había hechizado a Cúcuta por el abandono de la institucionalidad y la mano de la ilegalidad que retumba en el palpito de los patriotas que no soportan más venezolanos en la calle, pero no reclaman a la incompetencia del Gobierno.