Si en algo han sido inclaudicables los cucuteños es en su odio a los venezolanos. Los odiaban a finales del siglo XIX cuando los acusaron de haber saqueado la ciudad después del terrible terremoto que la devastó en 1875, los detestaron hasta la envidia cuando Juan Vicente Gómez, en la década del 20, convirtió a Venezuela en una potencia petrolera y los cucuteños se resignaron a asumir su papel histórico: mamar de la teta de sus vecinos. Cuando esta se secó a comienzos de la década que terminó y el chavismo los sumió en la peor de sus crisis, simplemente olvidaron que crecieron bailando con La Billos, enamorándose con las baladas de Rudy La Scala y que, por culpa de Radio Caracas Televisión, nos aprendíamos primero el Gloria al Bravo Pueblo que el Oh Gloria inmarcesible. Los odiamos por pobres, por ateos y por comunistas. Sobre todo, por comunistas.
Y entonces los venecos son lo peor de este mundo, y uno esquivando las palomas cagonas del Parque Santander puede escuchar teorías del odio que harían palidecer a un nazi en una cervecería de Munich a comienzos de los 30: ahora dicen que los venezolanos resucitaron la tuberculosis, que han esparcido el sida entre los inmaculados padres de familia cucuteños, que las mujeres tienen piojos que transmiten la rabia y que las embarazadas no deben ocupar las camas de los inmundos hospitales cucuteños y que mejor tengan sus hijos en las calles como lo que son: perras infelices.
Y aparecen venezolanos muertos en los matorrales de Juan Frío, el mismo lugar donde el Iguano instaló a comienzos de este siglo un horno crematorio que terminó siendo el símbolo del horror paramilitar, y les lanzan petardos mientras duermen en los improvisados cambuches que montan en las pocas canchas de tierra que aún quedan en la ciudad. Basta con salir al ardiente centro de Cúcuta para comprobar las ganas que tienen de agarrar a un ladrón que hable veneco para patearlo hasta la muerte.
Fue justamente el centro de Cúcuta lo primero que se activó este diciembre. En una ciudad sin industria, supeditada al clientelismo político, a la cultura de la ilegalidad, una de las pocas vías para progresar es vender ropa en un almacén. Pero, desde que Maduro mandó a cerrar la frontera en el 2015, ya ni de eso se puede vivir y uno puede ver durante todo el año a la vendedora tratando de vencer el sopor del mediodía pintándose un paisaje en su uña y perdiéndose en él.
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Uno puede ver durante todo el año a la vendedora de ropa tratando de vencer el sopor del mediodía pintándose un paisaje en su uña y perdiéndose en él
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Pero ocurrió un milagro que nadie esperaba: Las remesas que llegaron del exterior a los venezolanos que aún soportan vivir la Revolución Bolivariana terminaron reviviendo una economía vegetal como la cucuteña. Gracias al maldito consumismo venezolano Cúcuta dejó por un momento de tener hambre. Es que al venezolano si le llegan 100 dólares se gasta 200 sobre todo si es diciembre, ese mes en donde los pobres se endeudan para celebrar su fracaso. Lugares como La Parada, en donde los venezolanos han sido escupidos, insultados, acribillados y hasta desaparecidos, vieron cómo niños cucuteños explotados por sus padres llegaban con paquetes de cualquier cosa y salían, en unos cuantos minutos, con las manos llenas de billetes para entregárselos a papito y él, como lo manda la Biblia, se lo gastará en guaro porque para eso uno trabaja.
Lo curioso es que en Facebook todavía tengo muchos amigos de Cúcuta, muchos de ellos hasta hace muy poco opinaban, con su sabiduría uribista, que lo mejor que podría pasar era que pusieran un muro en la frontera y no volver a ver a los apestosos venezolanos, ignorar que la fugaz bonanza de las remesas venezolanas había salvado una vez más de vivir un diciembre con hambre. Nadie agradeció nada, nadie les dijo nada. Por ahora callaron y ya, cuando los venezolanos que trajeron los dólares se fueron, volverán a hablar de los piojos, de las enfermedades sexuales, de los atracos, de toda la maldad y hediondez que pueden traer esos venezolanos.