Desde noviembre de 2019, cuando abandonó un cuartel de policía que durante diecisiete meses le fue habilitado como cárcel en Curitiba, Luiz Inácio Lula Dasilva -elegido este 30 de octubre por tercera vez como presidente de Brasil- ha proclamado su inocencia y ha dicho que el Tribunal Supremo de Justicia encontró que él jamás estuvo involucrado en una inmensa trama de corrupción conocida como “operación Lava Jato”.
Si bien el Tribunal lo rehabilitó para participar en los comicios en los que derrotó al presidente saliente Jair Bolsonaro, las razones que Lula le atribuye al fallo no son estrictamente ciertas. La alta corporación anuló la condena a 12 años de prisión que pesaba sobre él, pero lo hizo por vicios de forma y no de fondo. Es decir, no lo declaró inocente, sino que dejó en claro que cuando fue juzgado no tuvo las garantías necesarias para defenderse.
Sin embargo, la decisión libera a Lula del pesado fardo que llevaba encima por las acusaciones en su contra y le devuelve los derechos civiles y políticos.
Aún así, su regreso al poder no borra las huellas de las actuaciones que hicieron que en tres instancias independientes entre sí fuera hallado culpable. La última de ellas estuvo a cargo en 2017 del juez Sergio Moro que, antes de retirarse del cargo para aceptar el Ministerio de Justicia de Bolsonaro, era considerado un funcionario de dimensión y probidad similar a la de los jueces de la operación “manos limpias” en Italia. Por eso él y Carlos Fernando dos Santos Lima, procurador que dirigió a los investigadores de Lava Jato, fueron distinguidos por con un premio mundial anticorrupción.
En agosto de 2018, Moro y dos Santos Lima hablaron con un periodista colombiano sobre las circunstancias que rodearon la detención y posterior condena de Lula, líder histórico del Partido de los Trabajadores. Moro era todavía el juez de mayor categoría en el Estado de Paraná y Dos Santos Lima dirigía la fuerza de tarea encargada de conseguir documentos, testimonios y dineros encaletados que servirían para demostrar que sobornos pagados desde Petrobras aceitaron poderosas maquinarias políticas y electorales.
Según ellos, los fondos de Petrobras fluyeron a través de contratos operados por varias firmas, entre ellas algunas conocidas en Colombia como Odebrecht, OAS y Andrade Gutiérrez.
¿Cómo llegaron a Lula? Las primeras pistas las obtuvieron al interrogar a Alberto Youssef, lavador de activos conocido en los círculos judiciales y políticos como “doleiro”. Ambos lo conocían de tiempo atrás. Se trataba de un hombre que había jugado un papel destacado entre los responsables de la quiebra de Banestado, una de las más grandes entidades financieras de Paraná, en el sur de Brasil.
Cuando Lava Jato comenzó a cobrar forma, la fuerza de tarea capturó al “doleiro” en un hotel del estado Maranhao. La policía judicial ya sabía que la principal oficina encubierta en la que se fraguaban las operaciones de blanqueo de los recursos dispensados por Petrobras se encontraba en un lavadero de autos que era visitado a menudo por Youseff.
Con el sentido pragmático que siempre lo caracterizó, el juez Moro le propuso al capturado que le mantendría el beneficio de la libertad condicional del que disfrutaba en otros casos y hasta podría amnistiarlo siempre y cuando abriera su caja de pandora. El lavador de ascendiente libanés no lo dudo mucho cuando el juez le mostró lo que ya tenían en su contra.
Moro le exhibió al detenido las pruebas de un regalo que éste le había dado a Paulo Roberto Costa, director de Petrobras. Se trataba de un vehículo Land Rover de alta gama. Su probada relación con Costa hizo que el ‘doleiro’ revelara otros nombres vinculados a los que él describió como una cadena de propinas y sobornos que alcanzarían los USD 10.000 millones.
Sobre Lula contó, apoyado en documentos que guardaba celosamente en un ático, que recibió como regalo de OAS un bonito apartamento situado en el municipio de Guarujá, estado de Sao Pablo y finca en Atibaia. Ese habría sido el pago por los buenos oficios de Lula ante Petrobras para la adjudicación de contratos a OAS. Los investigadores que dependían de Moro hicieron auditoría y cálculos que situaban en 25 millones de dólares los ingresos cuyo origen Lula no había sabido explicar.
El expresidente consideró aquello una infamia y aunque aceptó haber visitado esos lugares adujo que su propiedad no estaba demostrada en documentos de registro público.
El 12 de julio de 2017 Moro condenó a Lula a nueve años de cárcel, pero un tribunal de segunda instancia elevó la pena a 12 años. Youseff logró conservar su libertad después de haber colaborado en la condena de 130 personas, a la detención preventiva de 143 y a la apertura de 1.433 procesos relacionados con corrupción. Entre los nombres de sospechosos e incriminados figuraron nombres tan rutilantes como el de la expresidenta Dilma Rouseff, que sin embargo logró salir bien librada de ese trance.
A mediados de 2018 la Corte Suprema de Justicia de Colombia invitó a Moro para fuera expositor central en una cumbre judicial de las Américas que deliberó en Cali. Allí el juez aconsejó que sus colegas de otros países latinoamericanos que no se limitaran o inhibieran a la hora de negociar con delincuentes avezados. Eso sí, con una condición: que solo aceptaran la verdad plena y probada a cambio de beneficios judiciales.
La coyuntura política posterior desdibujó en amplia medida a Moro. Los miles de simpatizantes de Lula que a diario se concentraban frente al cuartel policial del barrio Santa Cándida, en Curitiba, donde estaba encarcelado su líder, acusaban al juez de estar administrando justicia con intereses políticos. El tiempo pareció darles la razón cuando, recién elegido el derechista Bolsonaro, Moro se retiró de su cargo para convertirse en ministro de Justicia. Su relación con el presidente fue mala y breve, pero lo dejó con un “inri” del que será difícil despojarse.
Durante los 17 meses que estuvo recluido en un cuartel de policía, Lula podía ver desde su celda manifestaciones de sus simpatizantes que estaban allí en “asamblea popular permanente”.
Lula vuelve a tomar las riendas del país, mientras que su juez conserva un bajo perfil y se mantiene lejos de las cámaras, los reflectores y las redes. Sin embargo, no se sabe aún si la historia condenará al olvido lo que está escrito en sus nutridos expedientes judiciales.