Primero fue ganar una elección con una promesa macabra: acabar a punta de bala y metralla al grupo insurgente de las Farc. Cerrar de un portazo para siempre el capítulo de la Reforma Agraria y empezar a llenar el suelo de los campos de palma africana. Perpetuar la tiranía de los poderosos, clausular el diálogo, armar al desempleado, arrasar pueblos enteros, acabar de un solo tajo a los líderes comunales, promover la estética narco del auto a todo volumen, la mujer tetona y culona, y enamorar a punta de tropi-pop.
Después fueron los militares ordenando matar inocentes para demostrar que el cuento de la seguridad democrática si obtenía resultados, sin importar si el muchacho tuviera una enfermedad mental, si solo fuera un chico que soñara con ganarse unos pesos por irse a trabajar a otro pueblo o si fuera a llevarle flores a su madre en el quinto aniversario de su muerte. No contentos con abalear a nuestros chicos los hicieron pasar como guerrilleros, terroristas, criminales. Una doble muerte.
Intentaron violar la Constitución para perpetuarse en el poder. Metieron a los paras en el Congreso, les dieron impunidad, querían acabar las protestas estudiantiles electrocutando y creían que eran los patrones de Colombia. Y los uribistas atrás aplaudían y pedían guerra con Ecuador, guerra con Venezuela, alianzas con George W. Bush, masacre, desapariciones, el sueño de ver a Colombia como Chile después de Pinochet.
Pero Juan Manuel Santos, el hombre que había prometido perpetuar la guerra, los traicionó. Y, aunque Uribe perdió buena parte de su poder institucional, sus huestes quedaron intactas y no aceptarán, bajo ninguna circunstancia, que el conflicto termine.
Quince años después de haber conquistado el poder sus enfermedades mentales han aumentado. Ahora están más histéricos, más intransigentes. Recurren a viejos ídolos desaparecidos en acción como el comandante Castaño y añoran los años en los que Pablo Escobar mandaba a matar periodistas como queda en evidencia en este trino:
O en este otro:
Como saben que desaparecerán con la guerra, han aumentado los ataques rastreros, los engaños. Dicen que en Medellín hay un cura, heredero de Monseñor Builes, que reparte formularios para que sus feligreses firmen contra la paz. Dicen que en Medellín hay una muchacha de apellido Bustamante que le dice a la gente que si no firman el diablo castrochavista vendrá por ellos y los dejará sin propiedades ni nada, tan desharrapado y sucio como cualquier cubano.
Pobre de aquel columnista que trate de contradecirlos diciendo que es un acto de insurgencia, que está prohibido declararse en Resistencia Civil. Con torpeza ellos, los uribistas, los mismos que apoyaron a Liliana Rendón cuando dijo que las mujeres de vez en cuando se ganan sus golpizas por ser tan cantaletudas, me acusan de misógino solo porque ataqué a alguien que desde su trinchera en Twitter destila homofobia, odio y desinformación y que, desde el mismo Centro Democrático, su figura genera repugnancia.
Pobre de aquel que trate de elevar su voz porque será aplastado con el matoneo más canalla. Como pirañas vendrán tras de ti y te despellejarán a punta de trinos insultantes, y te dirán el insulto que para el uribista promedio es el más ofensivo de todos: marica, homosexual, cacorro, roscón.
Son ellos dando patadas de ahogado, son ellos intentando reversar el devenir histórico. Y lo peor es que no lo podrán hacer: desde algún lugar del universo un Dios Salvaje ha echado sus dados.