Era alto como una torre, serio y eternamente joven. Era capaz de hablarle a sus amigos --mientras cruzaban la Unión Soviética en el Transiberiano-- sobre el Bebop, el revolucionario estilo jazzístico de finales de los años 40. La única voz que se escuchaba era la suya. En medio de una fiesta, Julio Cortázar se podía ir súbitamente a su casa a encerrarse a escribir durante dos días seguidos. Salía de su cuarto y abrazaba a Aurora, su esposa, la mujer con la que creó el giglico, el idioma que Rayuela consagró como el lenguaje de los enamorados.
Hasta los 52 años, Julio Cortázar era un hombre consagrado a su arte. Todo cambió cuando conoció a la fotógrafa, traductora y activista norteamericana Carol Dunlop, treinta años menor que él. Por su influencia, el autor de Bestiario participó activamente de Mayo del sesenta y ocho desafiando a la policía desde las barricadas de Montmartre, arengando consignas y, para que el mundo viera que su militancia era en serio, se encerró durante dos años para escribir El libro de Manuel, una de las novelas más izquierdistas de todos los tiempos.
En los últimos catorce años de su vida, Cortázar se convirtió en otra persona: se dejó el pelo largo, la barba frondosa y adquirió hábitos como el de despertarse con su nueva Maga arrullados por el humo de un porro. Participó en tomas multitudinarias de ácido y se interesó inusitadamente por la pornografía.
Mario Vargas Llosa, su amigo, cuenta que cuando lo visitó en París a mediados de los años 70, Julio Cortázar era otra persona. Le pedía que lo acompañara a los kioskos para comprar revistas porno. Las coleccionaba y empezaba a desarrollar una rara erudición sobre el tema. Ya no escribiría novelas sino libros extrañísimos, casi que inclasificables como Cronopios y Famas o Los Cosmonautas de la autopista, obras que le hicieron ganar adeptos entre los jóvenes revolucionarios pero que no han resistido con dignidad el paso del tiempo.
Buena parte de esa última década que vivió con Carol Dunlop se la gastó apoyando la Cuba de Fidel, la Chile de Allende, la Nicaragua de los sandinistas. La literatura ya no lo movía tanto: ahora era un militante y como tal viajaba por todo el mundo. Era la necesidad de una época que creía en utopías. Era la solidaridad de un hombre bueno que se creía destinado a denunciar la dictadura militar que acababa con su país. Como en La Casa Tomada, su célebre cuento, una fuerza misteriosa expulsaba a una familia entera de su casa. Eso hicieron los militares con él, condenándolo a no comer nunca más los chinchulines al lado del Río de la Plata, a evocar las húmedas tardes en donde era hasta imposible martillar una tabla al arrullo del sol.
Dejó de escuchar Jazz, de hablar de libros. Sus conversaciones solo versaban sobre la libertad de los pueblos y sobre las mujeres que aparecían en las portadas de las revistas que ahora leía. No produjo ninguna obra maestra en sus últimos años pero fue feliz hasta que Carol murió en 1982. Mucho se ha especulado sobre la muerte de la fotógrafa, aunque todo parece indicar que el escritor, quien habría contagiado Sida por una trasfusión sanguínea, le transmitió la enfermedad a su esposa.
Dos años después, un solitario y triste Julio Cortazar murió en París en febrero de 1984. Ya había dejado de ser un escritor, ahora era solo un Cronopio.