Al comienzo le pareció inexplicable. Aunque nunca creyó en brujerías, duendes o hechos de dios, un par de ideas rebuscadas atravesaron su pensamiento. ¿De dónde había salido esa bolsa de tomates que reposaba encima de la mesa, si precisamente acababa de llegar de la tienda de comprar tomates? Entró a la cocina y no le prestó atención al curioso suceso. Al fin y al cabo, no era gran cosa. Prepararía esa semana o la siguiente -o la anterior- más pasta al pomodoro. Después de meses de encierro -y de ser tratada como inválida por ser anciana- el tiempo se había convertido en un enemigo astuto. A veces le dolía que pasara tan lento: sobre todo en las tardes espesas que gastaba mirando fijamente por la ventana y preguntándose cuándo pasaría esto. O espantada, se daba cuenta que los días se habían esfumado. Perder año y medio de su vida -a su edad- era como hundir en lodo veinticinco años de su juventud. No le preocupaba la muerte, le preocupaba morirse de aburrimiento.
Persistir en las rutinas -cuando pudieron regresar- había dejado de tener el efecto. Levantarse temprano, abrir la cortina, tender la cama, tomarse el remedio, prepararse el café, bañarse y cepillar sus dientes, peinarse desnuda ante el espejo, vestirse y salir a la tienda a comprar los ingredientes del almuerzo. Mirar aquella humedad de la pared del sexto piso, hablar con el celador o algún vecino en el corredor del edificio, preguntarle al tendero por su hija -perdida de amor por un bandido-, reparar en la piel de las manzanas, el color de los duraznos y la firmeza de los aguacates. Volver, cocinar, oír boleros o tangos en el maletín tocadiscos que le había regalado su nieto Rodrigo. Sentarse a almorzar sola, agradecer por la comida, lavar los platos, tomar una siesta. Esperar la llamada de los pocos familiares que aún se acordaban -o les importaba- que seguía con vida. Cansarse de esperar la llamada. Prender el televisor, ver la novela -cualquiera, en todo caso siempre era la misma historia-. Merodear por el apartamento, abrigarse del frío, tomarse un plato de avena caliente y prepararse para dormir. Leer cuentos cortos. Estirarse para apagar la lámpara. Frotar sus pies contra la cama para calentarse. Dormirse entre pensamientos yermos.
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Los días del encierro la atacaron con ferocidad. Sintió el peso de la soledad como nunca
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Todo se estaba volviendo muy confuso. Lo supo el día que se cepilló los dientes antes de tomarse el café. Aunque toda la vida había sido una mujer independiente, los días del encierro la atacaron con ferocidad. Sintió el peso de la soledad como nunca. Se llenó de reproches y justificaciones. Miró tanto para atrás que terminó mareada. No supo comprender cómo una vida de decisiones acertadas -y dolorosas renuncias- había terminado convertida en su mayor temor: una vejez impedida. Se volvió impaciente y agresiva. Ahora levantaba el teléfono para llamar a sus hijos, que cuando le contestaban, lloraban con ella, al saber del sufrimiento que le causaba no poder recibir visitas. La explicación del cuidado y el riesgo del contagio habían dejado de ser suficientes. Echó de menos esa mañana en la que se salvó de ser atropellada por un bus y se castigó por no ser capaz de tomarse el tarro entero de pastillas y terminar, de una vez por todas con esta estupidez.
Cuando pudieron regresar. Ella ya no estaba o -al menos- ya no era la misma. Su mirada vidriosa los observaba con amabilidad pero con desconfianza. Las palabras empezaron a ahogarse entre murmullos. No volvió a levantarse de la cama. Ya estaba muy vieja para empezar a creer en Dios.