A mi me parece que el presidente Barco no fue un mal mandatario, o al menos no protagonizó escándalos notables, como el del proceso 8000, que arruinó a Samper; ni tuvo hijos que fueran “audaces empresarios”, como Uribe; tampoco se le voló ningún Pablo Escobar, como a Gaviria; no entregó territorios a las FARC, como Pastrana; y no dejó que la locomotora minera atropellara el medio ambiente, como Santos. No. Fue un presidente lejano, parco, un poco turulato, como grogui; pero relativamente exitoso. Sobre todo, jamás ofició como expresidente, por lo que no estorbó como mueble viejo.
A Virgilio Barco, casi ido de sí, le tocó oficiar como presidente en la época más convulsa y demencial que hemos vivido, desde la llegada de Morillo o desde el asesinato de Gaitán: la de las bombas del narcotráfico.
En su período secuestraron a Álvaro Gómez Hurtado y a Andrés Pastrana Arango, asesinaron a cuatro candidatos presidenciales: Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa, Luis Carlos Galán y Carlos Pizarro León-Gómez; también asesinaron a Fidel Cano, a Carlos Mauro Hoyos y atentaron contra el edificio del DAS y contra el avión de Avianca en pleno vuelo, entre otras tantas barbaridades.
Era un hombre para nada carismático, frío, pésimo orador y mucho mas gago que Santos, hasta el punto que nunca pudo pronunciar la palabra “constitucional” y mucho menos la palabra “inconstitucional;” sin embargo, con mano férrea acabó con el Frente Nacional mediante el esquema gobierno-oposición, e inició el proceso de la apertura económica, el de la séptima papeleta y suscribió la paz con el M-19.
Desde inicios de su campaña, era evidente que tenía quebrantos de salud, pero eso no preocupó a la dirigencia liberal, empeñada en derrotar al otro candidato -que dizque hacía votar hasta las piedras en su contra- a Álvaro Gómez Hurtado.
El expresidente López había dicho “¿si no es Barco, quien? Y de inmediato la máquina liberal arropó con fuerza al Barco tecnócrata, le colocó un pañuelo rojo en la mano y al ritmo de la consigna del equipo de futbol América de Cali, “¡Dale rojo, dale! Lo colocó en el sillón presidencial.
Aun recuerdo su llegada, como candidato, a la “Plaza Roja” de Palmira: estaba a reventar. Cuando le tocó el turno para dirigirse a la multitud, acicaló sus lentes de montura gruesa, saludó con tres errores de pronunciación a su comitiva y dijo con voz trémula por la emoción: “ciudadanos de Pereira.” Muchos de los oyentes arriaron banderas y se devolvieron a sus casas. Para colmo, cuando leía su discurso, una ráfaga de viento le devolvió una hoja que ya había leído y volvió a leerla.
Pero ganó, y de que manera, con record y todo. En su gobierno, jamás se aventuró –o dejaron que se aventurara- a realizar discurso alguno que no fuera leído- Se convirtió, entonces, en un avezado lector del “teleprompter”, aunque a decir verdad, leyendo, fue superado por Pastrana.
Fue celebre el día que no pudo corresponder al saludo que le dio Lucho Herrera, después de su triunfo en la Vuelta a España, porque éste le había colocado su “maillot amarillo” de ganador, encima del saco y el presidente se enguaraló y no pudo sacar del bolsillo, la respuesta que le habían redactado sus diestros asesores. Menos conocido era que algunas veces se levantaba creyéndose el ministro de Obras Públicas que había sido en su juventud.
Porque hablando de asesores, el doctor Barco tuvo al “sanedrín” o concejo de ancianos lúcidos, cuyo mentor era Gustavo Vasco, su ideólogo Mario Latorre y quien mandaba Germán Montoya, el más consagrado y poderoso de cuantos secretarios generales haya tenido presidente alguno.
A los pocos meses de iniciado su mandato, le hice un comentario sobre una posible enfermedad del doctor Barco, a un conocido parlamentario galanista del Valle del Cauca. Este me explicó que el presidente, era una de las inteligencias más sobresalientes del país y me recordó que había sido, no solo el mejor alcalde de Bogotá hasta esa fecha, sino un ministro de Obras Públicas realmente notable, hechos sobre los cuales concordé plenamente.
Me comentó que el problema de su aparente mengua, podría explicarse fácilmente, porque como él había vivido más años en los Estados Unidos que en Colombia, se expresaba mejor en ingles que en español. En todo caso me dijo que si alguna vez tenía noticias sobre el estado real del presidente me lo haría saber.
Al cabo de dos años, el representante a la cámara me invitó a su casa, donde me contó que había desayunado en un jardín del Palacio de Nariño con el presidente, en compañía de German Montoya. Que había sido una charla muy amena y que el doctor Barco estaba en Piyama y en chanclas.
Que en el transcurso de la conversación en mas de una oportunidad el primer mandatario se había quedado ido, distraído, lelo; pero que ahí mismo el doctor Montoya le aplicaba un sabio y diestro puntapié en los tobillos y que el presidente reanudaba su charla de inmediato. Me contó entonces que le miró los tobillos y pudo observar que, en la cara exterior de los mismos, tenía dos cicatrices o protuberancias de color morado, producto de cientos o miles de golpes con que el inefable y nunca bien ponderado asesor, había sintonizado al presidente como a un radio de tubos.
En todo caso, quedará el enigma de cómo un hombre en esas condiciones mentales, afrontó una lucha visceral contra el narcotráfico y se ganó un nombre de respeto. Distinto a ahora, cuando un expresidente visceral y parlanchinoso, se dedica a estorbar a su predecesor, y a fungir como mueble viejo, de esos que al atravesarse en el camino a la paz, dejan cicatrices, o protuberancias de color morado, en el corazón de la nación.