En el panorama actual queda claro que el caso de Venezuela es emblemático en el concierto internacional. Cuarenta países del mundo (España, Portugal, Alemania, Reino Unido, Dinamarca, Holanda, Francia, Hungría, Austria, Finlandia, Bélgica, Luxemburgo, República Checa, Letonia Lituania, Estonia, Polonia, Suecia, Croacia, Estados Unidos, Canadá, Georgia, Paraguay, Brasil, Colombia, Chile, Argentina, Guatemala, Costa Rica, Ecuador, Honduras, Panamá, Israel, Marruecos, Albania, Kosovo, Haití, Bahamas, República Dominicana, Bulgaria, Rumania, Ucrania, Irlanda, Puerto Rico, Macedonia y Malta) reconocen hoy a Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional en ejercicio de funciones presidenciales, basado en los artículos 233, 333 y 350 de la Constitución Nacional de Venezuela; mientras Nicolás Maduro, el tirano repudiado, cuenta con el apoyo de gobiernos asiáticos o latinoamericanos cuyos regímenes guardan similitudes con el suyo: Rusia, China, Turquía, Irán, Cuba, Nicaragua, Bolivia.
Países como Grecia, Italia, Uruguay, México y Japón han manifestado mantenerse neutrales ante la crisis, pero si aseguran que debe haber elecciones libres y democráticas, evidenciando un rechazo de hecho al régimen Maduro.
El 30 de noviembre de 1980, en un plebiscito el pueblo uruguayo dio inicio a un cambio en América Latina de la aceptación de regímenes que no se ajustaran a los principios de la democracia liberal; en 1988 Brasil reformaba su Constitución e institucionaliza la democracia y en octubre de ese mismo año, Pinochet perdía en Chile el referéndum consultivo con el que quería prolongar su mandato; en Argentina también el régimen de facto daba paso a gobiernos elegidos democráticamente. En el 2000, el PRI en México perdería por primera vez unas elecciones y daba paso a una transición pluralista.
El único país donde se mantuvo un régimen dictatorial, disfrazado de democracia popular, fue Cuba, que juega una carta importante ante la inminente debacle del socialismo real en la URSS y sus países satélites, junto con Lula da Silva del Brasil crean el denominado Foro de Sao Paulo para mantener vigentes los postulados ideológicos del marxismo leninismo y el socialismo como modelo de estado, unificando a su alrededor a todos los matices de la izquierda continental que habían permanecido históricamente dispersos y en pugna interna.
Para América Latina los militares dejaron de ser amenaza, fueron reemplazados por los auspiciadores del totalitarismo marxista, especialmente Cuba que requiere con urgencia un estado que supla el asistencialismo económico que pierde con la disolución de la URSS. Encontrará al finalizar el siglo XX en la Venezuela de Hugo Chávez esa fuente de recursos que tanto necesita y montará en Venezuela una red de captura del poder inexpugnable, siguiendo los lineamientos de la ortodoxia comunista en el control del Estado.
Los socialistas, negando en el discurso sus fundamentos ideológicos (como lo había hecho Fidel Castro en la Sierra Maestra en los 60), y asumiendo vestiduras de nacionalismo, indigenismo, ambientalismo, acuden al populismo para ganar terreno ante el hastío ciudadano frente a los partidos políticos tradicionales; el discurso de Chávez, disfrazado de bolivarianismo, se identifica la ortodoxia de los movimientos narcoterroristas colombianos Farc y Eln, y los partidos políticos de izquierda; con el indigenismo de Evo Morales, el peronismo de los Kirchner en Argentina o el montonerismo de Mujica en Uruguay, por supuesto el sandinismo nicaragüense y la propuesta del PT de Lula en Brasil. Pronto ese neosocialismo comienza a imaginar un imperio de mil años asentado en Latinoamérica y expandiéndose al resto del mundo, como ocurriera con Podemos de España y otros movimientos populistas de corta duración en otros lares. El petróleo venezolano alimentaba ese sueño gracias al elevado costo del barril que le permitió a Chávez disponer de inmensos recursos para expandir su propio sueño mesiánico.
En los países donde se imponen regímenes afectos al modelo del Foro de Sao Paulo y orientados por Cuba, se va imponiendo la irrupción autoritaria en busca del establecimiento, bajo la lógica de la guerra, de un nuevo orden social de disciplinamiento de la sociedad civil, descrito a partir de la necesidad histórica de encontrar una solución violenta a la estructura de contradicción entre política y desarrollo económico, entre democracia y modernización. Desplegada por cuerpos militares altamente burocratizados, esta violencia tuvo por objeto implementar una lógica particular de guerra contra la sociedad civil y sus estructuras tradicionales de organización, dando lugar a un proceso de reordenamiento social cuya conducción depende exclusivamente del Estado (Manuel A Garretón, Dictaduras y democratización, Santiago, Flacso, 1984), o el partido de gobierno; hoy esta teoría política solo sobrevive en Cuba, Nicaragua y Venezuela; en Bolivia ya la población comienza a dar muestras de cansancio de la entronización de Evo Morales, aún aferrado al poder pero más moderado en el ejercicio de la tiranía.
Esos regímenes no recogieron la experiencia del fracaso del modelo económico soviético y la replican llegando a la misma situación; un despilfarro de recursos, la inamovilidad del aparato productivo y el alejamiento de la inversión privada bajo la imposición de la estatización de la economía; la fuente de recursos que era el petróleo venezolano llega a su final con la crisis de los precios internacionales y sólo quedan países en franca recesión económica incapacitados para atender la demanda de sus ciudadanos, sacrificada para atender los compromisos “internacionalistas”, especialmente la asistencia a Cuba.
Al fenómeno de la incapacidad del marxismo como modelo político se suma la grave corrupción de los aparatos del Estado, los gobiernos bolivarianos o del socialismo del siglo XXI, mezclan política y narcotráfico no sólo para consolidar su poder, sino para cooptar la lealtad de los mandos militares y de los sectores de influencia social; los mismos vicios de corrupción que criticaban a los partidos tradicionales eran replicados y magnificados; los gobiernos socialistas comienzan a caer como cartas de naipe por hechos de corrupción: Zelaya en Honduras, Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil; Cristina Kirchner en Argentina y en menor escala Samuel Moreno del Polo Democrático en Bogotá, Colombia, estando pendiente por aclarar el descalabro económico que significó la alcaldía de Gustavo Petro de la Colombia Humana (Bogotá Humana durante su mandato local).
Miles de nicaragüenses hacen parte de la caravana de migrantes en Centroamérica; entre 2.5 y 5 millones de venezolanos han abandonado su país acosados por el hambre, la falta de medicamentos, de oportunidades de trabajo y una creciente represión (que hoy arroja la escalofriante cifra de 252.073 muertes violentas desde 1999, 82 homicidios por cada 100 mil habitantes, según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV). Una crisis humanitaria sin antecedentes en Latinoamérica.
Así que el rechazo mundial al régimen de Caracas, al de Managua o La Habana, no es hoy por razones geoestratégicas sino una expresión de verdadero humanismo como ideal filosófico; el tiempo de las dictaduras impunes ha pasado y se vislumbra un nuevo régimen mundial de respeto a los gobiernos que se deben a sus pueblos y no a sus gobernantes, sea cual sea su razón ideológica.
Rusia y China mantienen el discurso de la autonomía de los pueblos, siendo los menos indicado para ello como lo demuestra la violenta anexión de Crimea o el Tíbet, pero fundamentalmente protegen sus intereses económicos: Venezuela les debe US$175.000 millones, el 45% de su PIB. Antes que soberanía los países asiáticos necesitan garantías de que esa deuda será pagada. Irán, que ha montado bases de Hezbollah en el país caribeño, mantiene el sueño de tener una base de ataque a los EE. UU. a pocos kilómetros de las fronteras del “gran Satán”; Cuba, Nicaragua y Bolivia porque aún esperan que la ubre petrolera alimente un poco sus secas economías.