La fila de los doce mil fanáticos que íbamos a ocupar la gramilla, resistía, frente a las puertas cerradas del estadio el Campín, con la cabeza agachada y protegida por un impermeable, la peor tormenta que había sufrido Bogotá en décadas. El agua entraba por los zapatos, impregnaba el pantalón y subía, como una maldición, por la cintura. Cuando los pedazos de hielo empezaron a reventarse sobre las cabezas empezamos a temer por la cancelación del concierto más esperado de la historia. Levanté la mirada hacia los cerros y ya no estaban allí, los había borrado una nata espesa de agua. El único camino era resistir. Temblaba y, el pecho bloqueado, me hacía temer mi 19 ataque de asma del mes. Pensé en los soldados nazis que se enfrentaron al invierno ruso de 1941, pensé en los cuatro días de rumba seguidos que puede aguantar Keith Richards. Era un soldado del rock y mi acto heroico merecía un corazón purpura.
El silencio que había impuesto la tormenta la quebró un guerrero anónimo: “Fuerza” gritaba desde un impermeable que no pude identificar, “Fuerza que los Stones están detrás de esa puerta”. No había sido un día fácil.
Llegamos a las nueve de la mañana en medio de un sol calcinante. Ninguna nube perturbaba el oceánico azul del cielo bogotano. Delante de nosotros ya habían 200 personas. A las diez de la mañana entró en funcionamiento el primer anillo de seguridad. En medio de cuatro cercas que tenían de ancho unos cuantos centímetros, lejos de los baños, de los vendedores ambulantes de agua y cerveza, la organización nos puso a esperar hasta las tres de la tarde. Parecíamos un racimo de judíos, perfecta y burocráticamente divididos, esperando por el último tren a Auschwtiz. Sólo la certeza de saber que la hora del concierto se acercaba, mantenía fuerte la moral. Muertos de sed, con el dolor en las rodillas por no haberse podido sentar durante cinco horas, la organización dio la orden de pasar al segundo anillo de seguridad frente a las puertas del Campín. Entonces, el cielo se tiñó de gris, se abrió y empezó a arrojar sobre nosotros hielo, rayos y escupitajos.
A las cinco los cerros comenzaron a delinearse de nuevo y sabíamos que lo peor había pasado. Las puertas del estadio se abrieron. El pantalón pesaba como una condena y el agua había hecho que, dentro de los zapatos, la tela de mis medias se adhiriera a mi piel. Si hubiera pisado en ese momento una colilla encendida de cigarrillo con mi pie desnudo no hubiera sentido nada. El frío empezaba a amilanarme. Ver al guardia S.S, contratado por Odesa, ordenando a gritos las filas que ingresarían primero a la cancha me hizo pensar que quizá la batalla estaba perdida. Pero entré a la cancha, vi el escenario y la fe renació.
En medio del día de porquería que habíamos tenido decidimos esmerarnos y ponerle onda a Diamante Eléctrico. En la segunda entendimos porque la banda no funciona: a pesar que tiene un baterísta extraordinario, el vocalista tiene un tufillo pop que, antes de empezar a ver un concierto de los Rolling Stones, predispone. Los muchachos, manejados por Andrew Loog Oldham, se dieron cuenta del poco entusiasmo del público y, casi que con vergüenza, terminaron su show.
Media hora después ocurriría el milagro
Durante la semana y en la interminable fila de espera, queríamos bajar las inmensas expectativas que teníamos sobre el concierto. A lo mejor Bogotá era un trámite que separaba a los Rolling Stones del histórico concierto de la Habana. Los 2.600 metros de altura tendrían que hacer mella sobre un cantante de 73 años que parte de su gracia ha sido ser un bailarín tan ágil como Nijinsky. Estábamos seguros que sólo iban a cantar 13 de las 18 canciones que vienen tocando en el Olé Tour. Pero, cuando Keith Richards rasgó el riff de Jumpin Jack Flash y Mick Jagger apareció como una criatura luciferina, entendimos que los Rolling Stones no son de este planeta.
Lo que tocó ayer Ron Wood no tiene nombre y Richards, aunque cometió su par de errores habituales a esta altura del partido y de la artritis, estuvo a la altura de su leyenda. Y bueno, está lo de Jagger. Su técnica de respiración la envidiaría hasta el mismo Sinatra y sería bueno que el cuerpo técnico de la Selección Colombia averiguara como se preparó el cantante para el reto de tocar en Bogotá ahora que se viene el partido en La paz por la eliminatoria. Jagger corrió dos horas y, las pocas veces que falló, el corista Bernard Fowler lo cubrió con maestría. Cuando Jagger salió el escenario la lluvia, que había vuelto con Diamante Eléctrico, se fue para siempre. Con el inicio de Gimme Shelter el cielo se abrió y las estrellas se dejaron ver por primera vez en muchas noches. Los Stones, como los viejos dioses que son, manejan el aire, el fuego y el agua a su antojo.
Pero lo que terminó de completar este día inolvidable fue el público de Bogotá. A mi lado, frente al escenario, estaba rodeado de mujeres de sesenta años y hombres que rozaban la setentena. La mayoría de adolescentes, convencidos que los Stones son un cuarteto de vejetes inservibles y ridículos, habían huido al Estereopicnic. Allí, fumando pipa con ellos, sin empujones, ni peleas, brincamos, gritamos, lloramos y celebramos a la Banda Más Grande del Mundo.
A las diez y media, después de la oleada de Satisfaction, fuimos saliendo por la 30 con la ropa seca por el vapor que arrojaron las cuarenta mil personas que llenaron el Campín, y las piernas reventadas por un día agotador. No nos preocupó que los celulares, expuestos a la tormenta, hubieran quedado inservibles o que la búsqueda de taxis se extendieran durante larguísimas cuadras. Habíamos sido testigos del milagro: Los Stones, el grupo que inventó los conciertos en el estadio, están lejos del retiro y cada vez están tocando mejor.
En diciembre, cuando terminen su próximo disco de estudio, anunciarán una nueva gira y volverán al país. Hoy ha quedado claro que son eternos, como el aire y el fuego.