Tamalameque en la década de los 80 e inicio de los años 90 era un pueblo en el que se podía disfrutar la vida. Ahí crecí yo, en un lugar donde la gente era tranquila, amable y familiar, en donde los conurbanos cuidaban más el patio que la sala, pues en el patio había más pertenencias que dentro de la casa misma.
Para aquella época éramos felices con pocas cosas materiales: una nevera, un televisor, cuatro sillas y las camas o catres para dormir. Generalmente la nevera y los televisores estaban en la sala de la casa como sinónimo de progreso. Casi todas tenían trojas en los patios, donde se lavaban los platos y se preparaba la comida.
Siempre había un perro bravo al que criaban con panela para enseñarlo a ser agresivo, para que cuidara las gallinas, los pavos, y los puercos. Muy a pesar de que todos nos considerábamos familia, existía una costumbre muy contraria a la ley, un hábito que los varones hacíamos al pie de la letra una vez iniciábamos la vida de tomadores y parranderos: nos graduábamos de robadores de gallina.
Para entonces era un hobby introducirse a los patios ajenos y robarles las gallinas a los vecinos. Nuestros mayores nos enseñaron todo tipo de trucos para burlar los perros rabiosos que rumiaban en los patios, de hecho, una de ellos consistía en desnudarse completamente. “El perro le tiene miedo al encuero, eso lo pone a aullar, primo” me dijo el viejo Ávila en una parranda.
No pasó mucho tiempo para que las vecinas se dieran cuenta que la desaparición de las gallinas coincidía con las parrandas que se armaban en las casas del barrio El Mercadito. Entonces, se puso de moda ver a las criadoras de gallina buscar en la basura de las casas donde se hacían las parrandas a ver si había plumas, tripas o revisar si había sancocho en el fogón. A la inspección de policía iban a parar los parranderos de las casas donde se encontraran rastros de las gallinas robadas. Allá el inspector Kennedy Vargas los esperaba para hacerles caer el peso de la ley.
Mi primo Cheito se especializó en robar gallina “sin rastros”: se robaba la gallina y en el mismo patio le mochaba la cabeza y le arrancaba varias plumas, al día siguiente los dueños le acreditaban la desaparición al zorro y descartaban husmear en cualquier parranda. El método de Cheito fue efectivo hasta el día que lo encontraron saltando la tapia con las gallinas descabezadas en la mano. Esa noche llegó a la parranda sin el encargo, bastante agitado y sediento. Luego de tomar agua explicó: “Marica, me salió Tulio con una escopeta, me apuntó y me dijo: deja las gallinas ahí zorro, si no quieres que te meta un tiro”.
Tras ese incidente, Darío Rechupa pronto inventó el método de la “encuera”. Su táctica consistía en soplar la gallina y desplumar en el mismo sitio del robo, por tant, a la parranda llegaba la gallina desnuda, dejando las plumas en la casa de la dueña. “Sin material probatorio no hay delito” se le escuchaba decir a Kennedy (el inspector) cuando dejaba viendo un chispero a los propietarios de las alonas.
Pronto la jurisprudencia del inspector daría consecuencias en su propio patio: el negro se le llevó tres gallinas y le dejó las plumas en la basura de su casa. Kennedy desde temprano salió en busca de pruebas con que incriminar a los parranderos del barrio El Mercadito, pero no encontró sancocho, ni nada por el estilo en el patio de la vecindad. Cuando regresaba de su búsqueda, entró en casa de Lucho Belisa a tomar agua y encontró a Ada sola en la cocina haciendo una sopa de gallina. El hombre aún con rabia preguntó por Lucho, a lo que Ada contestó: “tengo dos días que no veo a ese hombre, debe estar borracho”. Kennedy no desaprovechó el sancocho que con cariño le brindaba la mujer de Lucho. Al finalizar la sopa, Ada preguntó: "¿de qué anda usted, señor inspector?”. Kennedy se frotó la garganta y manifestó: “No joda, ando detrás de unas gallinas que me robaron anoche, pero ese sancocho yo lo huelo, vieja Ada”. Kennedy ignoraba que los muchachos de El mercadito estaban parrandeando en el patio de la casa de enfrente esperando el sancocho que él se acababa de tomar.
En un festival de tambora estaba la cuadrilla de muchachos de El Mercadito sentado en la grama de la plaza, haciendo una ronda, echando cuento y tomando trago. Al finalizar las presentaciones de los grupos folclóricos, comenzaron a planear la amanecida. Lucho Belisa ofreció su casa, pero faltaban las gallinas. “Están escasas” dijo Cheito. Entonces, Chula, un parroquiano mamador de gallo que estaba con ellos parrandeando, dijo: “En mi casa hay gallina, pero el que se meta allá se lo come el perro, no joda”. Pasó una hora desde esa expresión, nadie se dio cuenta de que el viejo Ávila se había perdido. Cuando se percataron de su ausencia, todos se alegraron, lo de las gallinas funcionaba así, todo en silencio. En la parranda estaban seguros que viejo se aparecería con las gallinas.
A las tres de la mañana se presentó el viejo Ávila con un perro en los brazos, el cual le tiró en los pies a Chula, todo precedido de las siguientes palabras: “Toma tu perro, flojo, que en tu casa no hay gallinas, no joda”.