Mayo 17 de 1989
Eloísa Oliveros es la viuda más sola en las tierras bañadas por el Mulatos, un río de aguas oscuras y corriente serena que reparte vida al inundar potreros y refrescar maizales en tierras de Apartadó, Turbo y Necoclí. En los tres días que ha dedicado a llorar a su marido asesinado, no ha bebido agua dulce ni mirado algo distinto al horizonte. De repente anuncia que en breve lloverá y ordena a sus hijas y sus nietos levantar los corotos y emprender la marcha. Eloisa contempla por última vez su paisaje: montañas imponentes, el pequeño valle formado por el río, las vacas pastando al lado de las mulas y su parcela a punto de parir el fruto de la última siembra: tres cuadras de maíz en flor. La caravana familiar sigue los pasos de los tres mayores que se adelantaron con el cadáver envuelto en una sábana sostenida en dos guaduas. En la huida, a Eloisa la acompaña la música del maizal y por primera vez se le hace triste.
Marzo 25 de 1998
Eloisa Oliveros preside la reunión sentada en la banqueta que usa para sentarse a mirar la lluvia. A su lado, María, su hermana, y Nepo, su cuñado —recién llegados a Medellín desde Urabá— la observan. Llora y gime. Al frente, Doris, la mayor, con los siete hijos pegados a sus piernas, mira al piso. John y Toño al pie de las escalas de madera esperan las órdenes de la madre. Luis Horacio huye por alguna carretera después de ser utilizado como señuelo en el asesinato de un vecino. Y Ovander, el niño, llegado hace apenas quince días en el éxodo que expulsó a María, a Nepo, a Doris y a sus siete hijos, yace en el centro de la reunión, muerto. La cuenta pendiente del fugitivo está saldada. Solo la familia vela al muchacho porque la venganza incluye soledad a la hora de rezar por el muerto. La oscuridad dentro del rancho es total porque la venganza aterroriza a los deudos y los obliga a esconderse. Eloisa indica que después de la cristiana sepultura emprenderán un nuevo camino porque está segura de que una maldición se extiende sobre su descendencia.
Agosto7 de 2014
Eloisa Oliveros tiene 73 años pero ella no lo cree. Desde el sillón principal de su casa dirige el ajetreo en la cocina mientras que habla con las vecinas. Les pregunta por los maridos, las interroga por la maternidad, les aconseja no quedarse solas. Después regresa a sus charlas de niña campesina. Se prueba los anteojos de todas las mujeres que son su concurrencia y conceptúa sobre la capacidad visual de la una y de la otra. Después mira las fotografías de una fiesta de 15 años y rememora la noche feliz en la que por primera vez una de sus nietas tuvo un traje rubí y maquillaje y tacones y regalos. No puede dejar de sonreír al ver a la muchacha congelada en ese instante de felicidad eterna. Con ese gesto atraviesa el salón, busca un banco de madera en el balcón y se sienta a esperar la noche. No contempla las luces de Medellín como otros creen. Eloisa intuye que al otro lado de la cordillera está su río, su casa, su historia y por eso no aparta la vista del horizonte. Una lágrima le humedece los labios y ella no deja de sonreír.