Hace tres años partí de Colombia, sin que ello hubiera implicado abandonar mi país. Muchas razones mueven a cientos de miles de compatriotas a dejar la tierra, entre ellas principalmente los asuntos económicos, la intenciones de formación académica, no sin dejar de lado las cuestiones políticas o el exilio, que se hace casi un destierro. Por suerte no tuve que buscar nuevas latitudes por esa razón dolorosa y por lo demás desesperanzadora, como sí tuvieron que hacerlo en diferentes momentos, amigos y allegados. De cualquiera manera, sea cualquiera que sea el motivo para dejar, uno no renuncia; aunque en ocasiones no faltan deseos de hacerlo, frente al desolador clima que a cualquier rincón del mundo, y “gracias” a la globalización de la información, nos llega. ¿Cuál inmigrante Colombiano no sueña con regresar a su país, con sentirse en casa, con compartir con su familia? Apuesto que la totalidad, porque los que vivimos afuera no estamos ausentes, estamos aquí o allá soñando una nueva Colombia, un nuevo país; aunque me avergüence decir que sí hay excepciones. Pero en general, un buen porcentaje de los que hacemos parte de esta estadística de Colombianos en el extranjero, “le hacemos fuerza” a un proyecto de país renovado, con la ilusión de regresar a un terruño más justo, más humano, menos guerrerista.
Los que están en otros lugares del mundo haciendo el duelo propio que solo puede hacer una víctima directa de los embates del conflicto social y armado, y los que por otro lado tomamos este camino, forzados por las consecuencias sociales nefastas de la gestión de gobiernos neoliberales (mínimos recursos para la educación, ínfimas oportunidades dignas de empleo, entre otras), no estamos ausentes y merecemos esta paz. Los de afuera, los que un día migramos, también tenemos derecho a la paz, porque salimos en busca de nuevas oportunidades que tristemente no nos ofrece la tierra natal. No podemos soslayar que la falta de voluntad del Estado en cuanto al reconocimiento de nuestro conflicto social, sin duda alguna ha minado la estabilidad y el desarrollo humano de la sociedad colombiana, lastimando la posibilidad de un país con justicia social y bienestar para sus ciudadanos. Esa es la paz que nos ha sido arrebatada; la posibilidad de vivir dignamente, de exigir la garantía plena de los derechos, de dialogar, de reconocer al otro. Entonces, ¿Quién se atreve a decir que somos los menos facultados para hablar de Paz y votar Sí en el plebiscito? Quizá el estar en otras ciudades del globo nos permitiría obviar los grandes avances que se dieron en La Habana y con ello asumir una actitud indiferente, apática, porque naturalmente ya no vivimos en Colombia; pero yo, al igual que millones de coterráneos y desde el Rio de la Plata, anhelo un paz estable y duradera, con la esperanza de que se abran espacios y condiciones para regresar un día y encarar la construcción de una nueva sociedad, a la que le aposté en tiempos de guerra intensa.
Qué otra cosa son los acuerdos de La Habana, entre las Farc y el gobierno nacional, sino un aire necesario para reestructurar nuestra democracia, que no es, por cierto (como algunos arguyen), la más estable? Son necesarios esos nuevos bríos para pensar una nueva Colombia. Han sido años de trabajo, ha habido intentos diversos -en su mayoría lamentables- por resolver el conflicto; claramente hemos adolecido de poca voluntad y compromiso de la partes. Se han cerrado puertas bajo la lógica guerrerista de nuestros gobiernos, hemos negado las causas históricas de la violencia; han sido miles los condenados por reclamar justicia social y los desaparecidos por ejercer oposición. Ríos de voces calladas por las balas, millones de campesinos desterrados, miles de exiliados, un sin número de madres desoladas por causa de la guerra; mutilados, excluidos y un porcentaje enorme de campesinos empobrecidos. Con los ojos puestos en una guerra que hubiéramos evitado con un dialogo abierto y el reconocimiento de las luchas del otro, se nos han pasado los años y hemos labrado un destino doloroso que no podemos perpetuar.
No es apátrida el que se va, o el que cuestiona al país y su devenir. Porque se quiere Colombia tenemos que estar prestos para la crítica, la indignación y la acción, trinomio que debe alimentar este largo camino que se viene –por cierto nada sencillo-, si todos apostamos por la implementación de los acuerdos. Hay que presionar al Estado, exigir al legislativo, hacer control al nuevo partido político a que dará lugar la guerrilla y organizarnos como colectividad que desea una paz duradera y con justicia social. Es momento de virar para pensar un país incluyente, ustedes allá de manera directa y los que estamos afuera, y haciendo uso de las ventajas de la globalización, con líneas simples como esta, con mensajes de esperanza, con resistencia, que por virtual que parezca, es tan sentida y real como la que muchos de los que dejamos están ejerciendo. Acabemos con esta versión de la guerra fría en Colombia. Exijamos la paz como un derecho que el Estado debe garantizarnos, pues es incuestionable que los gobiernos funestos tienen una deuda histórica para con el pueblo colombiano. No permitamos que se politice y se convierta en slogan de campaña de ningún gobierno; la paz nos pertenece; no es de Santos, es nuestra paz merecida, añorada, sufrida. Es un camino que debemos aprender, edificar y mantener. Todos somos dignos de ella, ustedes, nosotros. Escribamos otra historia, una que no sea objeto de estudio de violentologos, y en cambio sí, de generaciones de intelectuales que hablen de la paz como un gran logro épico del país.