Vivimos tiempos extraños. El mundo por primera vez en la historia gira al revés. Nunca pensé que llegáramos a experimentar tal grado de confusión. Esto es el caos; es decir, un pandemónium sin pies ni cabeza. Sin embargo, el principio de la realidad nos invita a adaptarnos o acostumbrarnos, y no necesariamente a resignarnos. Por ejemplo, yo voy en contravía del mundo actual, si bien a veces me toca hacerme el de la vista gorda para no morir de inanición en mi cruzada individual de resistencia ante la furia de esta tempestad apocalíptica. Bien lo dijo Freud: “Existen dos maneras de ser felices en esta vida, una es hacerse el idiota, la otra serlo”. Bueno, yo ya elegí mi manera de ser feliz, que mis amables lectores escojan a su gusto la propia.
En la lógica absurda o en la demente cordura de la civilización contemporánea a lo malo lo llaman bueno o viceversa, la oscuridad es luz, la mentira es verdad. Al paso que vamos algunos creerán que Dios es el diablo, o que el diablo es Dios, que lo real es irreal, o que somos la pesadilla virtual de una inteligencia extraterrestre. No exagero, y ya hay páginas escritas al respecto. Hoy por hoy no se respetan los valores; en cambio, los antivalores venden por millones. El heroísmo, la dignidad, la ética, la palabra, la sinceridad, la lealtad… son virtudes en vías de extinción. Hasta el instinto maternal, por una parte y la hombría por otra, tienden a desaparecer en algunas personas. De hecho muchos le huyen a la responsabilidad y el compromiso que implica ser padres, y terminan delegando tamaña empresa a los abuelos de la criatura. En una sociedad así no pueden germinar los valores. Por otra parte, hoy gusta la basura, la chatarra, la mierda, la fealdad de lo perverso. En tanto que cada vez existe menos interés por la cultura, los buenos libros o el arte. Los que leen buena literatura, los que razonan, deducen, asocian, argumentan o contrastan la información que reciben son una minoría entre la minoría.
Todo lo anterior certifica que en los próximos decenios la cosa va a empeorar por lo que la servidumbre, la sumisión y la esclavitud están garantizadas en una sociedad robótica, zombi, plástica, artificial, huera y pueril. Se dice que en Colombia per cápita leemos un libro al año. Libro, lo que se dice libro, no creo que el promedio llegue a la mitad; pero, si sumamos las toneladas de los mensajes de texto, la basura escrita en las aplicaciones móviles, etc., con toda seguridad los colombianos leen decenas de miles de páginas al año. En nuestra denominada cultura impera el morbo, el amarillismo, la novelería, el chisme, la farándula, la frivolidad, el facilismo, la comodidad, la ley del menor esfuerzo; esto es, todo lo que sea ordinario y ramplón. Ahora lo normal es ser anormal, el vicio es moda, la trampa es ley; por eso la honradez es vista como tontería o candor. Además, la bravuconería, la hostilidad, la violencia en general son asumidas como mecanismos de defensa en un entorno donde el matón, el sicario, el traqueto, el depravado y sanguinario son los modelos del país, al menos eso le venden a la juventud en los programas más vistos en la televisión colombiana.
En fin, podría seguir hasta agotarlos; pero una imagen irrisoria y ridícula y lamentablemente cierta resume el estado del mundo actual. Sucedió en una famosa bienal de arte moderno en la ciudad de Nueva York. Un importante premio sería otorgado entre un selecto grupo de artistas. En el momento culmen de la exposición un artista se bajó los pantalones, se puso en cuclillas y dejó su dizque bella y espectacular plasta delante del jurado calificador y ante la concurrencia que aplaudió histérica la monumental y sui géneris obra de arte. El jurado no dudó en otorgarle el premio: un acto tan original y precioso merecía además el Nobel, el Oscar y todo reconocimiento habido y por haber, y por supuesto la inmortalidad. Ahí tenéis, hermanos míos, al reyecito de la creación, al homúnculo sin cola, al bípedo sin plumas, al autodenominado homo sapiens y ser humano, cuando yo creo que la humanidad no es algo que se trae por evolución, sino un nivel de conciencia y un nivel del ser que se teje cada día, conforme a nuestra manera de pensar y proceder, y sobre todo de interactuar sensata y pacíficamente con los demás, y con todas las criaturas de la naturaleza.