Todos, sin duda, soñamos con un país en paz, pese a ciertos detractores citadinos, quienes viven el conflicto solo a través de las pantallas del televisor. Sin embargo, los actos cotidianos, los que nos afectan a todos, nos hacen pensar que este loable deseo está cada día más lejos de hacerse realidad. Y es que si la paz no empieza en cada hogar, en cada calle y en cada grupo, es muy difícil que por decreto o mediante acuerdos los colombianos seamos capaces de vivir en concordia.
Cada día es más frecuente escuchar los terribles casos de intolerancia que se presentan en todos los ámbitos. El vecindario, el edificio residencial, el bus, se han convertido en escenarios de confrontación, donde los ciudadanos de este país demostramos que cada día somos más canallas, más aviesos, más descontrolados. Lo grave es que el sistema judicial, terriblemente garantista con los delincuentes y trasgresores, lo propicia. Ya a nadie asusta las penas ni las sanciones policiales, pues la ley permite que casi todos los delitos sean excarcelables, que se les dé casa por cárcel a delincuentes que aprovechan esa gabela para salir a delinquir todos los días, que las prisiones sean centros fijos del delito, pues todavía, de manera increíblemente sospechosa, porque hasta una iglesia cristiana de 100 feligreses lo puede hacer, en los penales no hayan sido capaces de bloquear las señales de celular desde donde la delincuencia presa hace de las suyas.
Mucho se ha hablado de las penas ejemplarizantes que imponen los países del sudeste asiático, aquellos que hasta hace poco eran equiparables en subdesarrollo a nosotros y que ahora son inalcanzables. Esos países seguramente no tienen razón para quejarse de falta de cárceles para albergar a los criminales, pues con las penas tan fuertes que imponen, las energías que se usaban para el delito se han volcado en emprendimiento, no como aquí que al criminal más avezado, el que ha cometido muchos delitos contra la vida de otros, se le alberga en un centro vacacional porque es menor de edad. Pero esos son asuntos de especialistas, quiero referirme a una de las caras de la irracionalidad que nos envuelve. Se trata del Sistema Integrado de Transporte Público, de aquel que debió ponerse en marcha hace como tres años y que todavía sigue en veremos.
No es un secreto que a este sistema le sobran problemas. El más obvio, por ahora, es que no es un sistema integrado aún. Pero luego vienen otros:
• Afortunadamente este sistema ya no promueve la guerra del centavo; sin embargo, esto ha hecho que el conductor se vuelva negligente en la recogida de los pasajeros, pues sin importar cuántos transporte, de igual manera tiene un sueldo fijo. Esto se subsanaría mediante incentivos, por encima del salario básico actual, por un determinado número de pasajeros que recoja.
• Tendría que existir un apoyo tecnológico efectivo relacionado con los controles de los automotores, la seguridad de los mismos y el diseño de rutas. No es posible que todavía las frecuencias no funcionen debidamente, que se padezcan casos como que un bus se demora una hora en pasar, pero al término de esta pasen dos o tres seguidos hacia el mismo destino. O que mientras unas rutas van repletas, otras, que viajan con gran frecuencia, vayan vacías.
• Falta pedagogía en el uso del sistema. Nos olvidamos que los colombianos a veces somos lentos en el pensar. Llevamos ya varios años con el sistema pero muchos ciudadanos no saben cómo usarlo, mucho menos tienen idea de los trasbordos, así que en su ignorancia se los oye quejándose de que todavía no saben cómo funciona la tarjeta, que existe la posibilidad de hacer cambios de bus o que no pueden estar pidiendo rebajas en la tarifa, porque los conductores no reciben dinero. Muchos prefieren la buseta vieja porque los dejan subir por mil pesitos, pues aquí, además de padecer necesidades, somos conchudos y no tenemos sentido de las prioridades en nuestros gastos. Además, mucha población vive pegada del subsidio, la ayuda o las limosnas estatales, incluso en ciertos estratos.
• La reorganización de las rutas y la claridad en los recorridos es algo esencial. El conductor ahora no recibe el dinero del transporte, pero tiene que dedicarse a responder a las preguntas de todo el que pretenda abordar el sistema. Los tableros con las rutas son absurdos, pues el aviso principal dice el nombre del barrio adonde llega, en una ciudad donde existen miles de barrios y con una ruta excesivamente larga, que tiene que hacer recorrido por múltiples sectores de sur a norte. Además, en lugar de llevar el nombre de las calles principales, portan el de transversales y calles barriales. Este, sin duda, ha sido uno de los grandes tropiezos para que la gente no use el sistema de manera masiva.
• Y algo que definitivamente se une con la diatriba de arriba, acerca de los salvajes y malos ciudadanos que somos: los buses están diseñados para una ciudad sin vándalos, de personas cultas y normales. Aquí se necesita pensar en sistemas para salvajes. Esa registradora tan exigua debe dar paso a una de cuerpo completo, como existe en Brasil, es decir, una que no permita que el desadaptado se cuele, se pase por debajo, monte la pierna. Una que no se vuelva un Transmilenio en potencia, es decir, que no permita que los que pagamos seamos los menos. Por otra parte, los conductores deberían ir separados de los pasajeros, pues al fin y al cabo ya no reciben dinero, además han sido agredidos de manera tan brutal no solo por los pasajeros sino por los otros transportistas, que deberían contar con más protección. No hay derecho que una persona que presta un servicio público sea agredida y hasta asesinada por intolerancia, por falta de educación, por confianza en la impunidad. Es doloroso saber que nos hemos convertido en una bandada de trúhanes irascibles que al menor contratiempo reaccionamos con violencia. Eso de que la guerrilla es el peor problema del país debería revaluarse, pues si somos capaces de maltratar y asesinar a alguien que nos presta un servicio, cómo pretendemos que el fuego de los fusiles cese.