Los primeros comunistas: guerreros de la palabra

Los primeros comunistas: guerreros de la palabra

Breve historia de como inició el comunismo en Europa

Por: victor manuel rojas cardenas
febrero 07, 2017
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Los primeros comunistas: guerreros de la palabra

 El fantasma que describía el filósofo Carlos Marx, en 1848, pasó de largo, rumbo al país de los zares, sin siquiera amedrentar a los latifundistas suecos de la época. Era un fantasma que llevaba afán pues aquí, en la patria de Strindberg, encargó a la literatura las tareas de la política. Y ese es un encargo bastante difícil de entender.

 Ante los ojos de muchos de los estudiosos de los cambios sociales, las condiciones de extrema pobreza en que vivían los labriegos de Suecia para ser acabadas requerían de violentas agitaciones de las masas y no de ruidosos talleres de imprenta. Sin embargo, para sorpresa de muchos y como caso único en el mundo, fueron más afectivas las plumas de los escritores que los discursos incendiarios de los agitadores.

 No se exagera al afirmar que la corrosiva miseria era lo único que poseían los jornaleros del agro sueco. Todas esas vidas paupérrimas eran un caldo de cultivo para cualquier sublevación armada. La más audaz mejoría que les había sido dada cuando el fantasma del comunismo recorría Europa, era la de haberle abreviado el nombre a la forma cómo eran explotados. De haber vivido como “siervos de la gleba” (creo que es la acepción que más se acerca a “livegna”, pasaron a ganar las migajas del pan del día como simple “siervos” (llamemos así a quienes en Suecia se conocen como “Statare”).

El sistema de “siervos de la gleba” se dio, aunque en escala reducida, en la región de Escania. Consistía esta ignominiosa relación laboral en que el jornalero era un arbusto más sobre el latifundio. Un palo de arándanos. Un espantapájaros que cuidaba de la siembra pero que a la hora de la cosecha era desmontado y olvidado. Los historiadores son menos complicados en la descripción de los livegna. Aclaran al vuelo que tales campesinos heredaban la relación de dependencia con los terratenientes y, por supuesto, con el terruño donde nacían. Se llegaba al mundo con esa desventajosa condición. A los siervos de la gleba, el latifundista les asignaba una pequeña parcela, no por ser bueno de corazón, sino porque de esa manera se libraba de la manutención de la mano de obra. Los peones se podían dedicar al cultivo de la parcela después de la extenuante jornada laboral. Además, por el usufructo de esa ínfima de tierra, aquellos desventurados seres tenían que pagar elevados impuestos. Los livegna, no tenían en su lenguaje la palabra “derechos”. Su única función en la vida era mantenerse por sí solos y mantener a otros. Al ser vendido un feudo, de hecho se les incluía en la venta. Para hacer mayor la desgracia, bajo ninguna circunstancia podían abandonar la parcela sin el consentimiento expreso del terrateniente. Y como una doble maldición, les estaba rotundamente prohibido a los latifundistas desahuciarlos, expulsarlos de sus terruños. Eso puede dar a entender que un esclavo espartano tenía mejor suerte, pues su amo lo podía vender poniéndole precio a la fortaleza de sus músculos o el brillo de sus dientes. Los livegna, en cambio, no eran dueños ni siquiera de su propia fuerza, pues su suerte estaba condicionada a la suerte del feudo. Por lo demás, en un mes cualquiera de 1847 se declaró que todos los esclavos que se hallaban en Suecia, quedaban libres.

 El otro sistema de explotación de la mano de obra rural, el conocido como “statare”, tenía, como todas las cosas suecas, bien claras las reglas de juego. Y tal vez por eso fue el régimen laboral que más se arraigó en el campo. El fenómeno del siervo se dio sobretodo en los grandes latifundios. Para empezar, se le imputó al terrateniente Eric Salander de haber propuesto en 1750 que se implementara dicho sistema. El asunto, decía, era muy sencillo. Si los peones vivían en las cercanías de las fincas, se obtenía con ello un par de beneficios. Por una parte, se ahorrarían las horas de desplazamiento a sus hogares, que bien podrían ser utilizadas en otros quehaceres. Por otra parte, se tendría un mayor control de sus actividades laborales. Además, construir barracas en los rincones del feudo no costaba mayor fortuna.

 Cuando la clase latifundista sueca se convenció de estas ventajas, se dio de inmediato la tarea de reglamentarla. Un statare debería ser un peón con mujer que suscribiera un contrato laboral por un año, siempre a partir de la primera semana de octubre. Quedaba implícito en dicho contrato que su mujer durante ese año también haría parte de la producción. La principal tarea de ella era la de ordeñar las vacas. A las 3 y 30 de la mañana, así los campos amanecieran cubiertos de nieve o empantanados por inclementes lluvias, tenía que estar bajo las ubres de las reses y cumplir tres turnos de ordeño que se prolongaban hasta las 6 y 30 de la tarde. Antes de irse a descansar, la ordeñadora tenía que dejar bien aseadas las cantinas de la leche. A esa tarea ayudaban las hijas mayores, si las había en el matrimonio. En casos de embarazo, a la mujer del siervo le era permitido abandonar sus labores sólo cuando le empezaban los dolores del parto. Pero al día siguiente de haber dado a luz, tenía que estar de nuevo sentada a la cola de las vacas. Un peón sin mujer, estaba condenado a morir de hambre, pues  no tenía ni la más mínima oportunidad de ser contratado.

 La jornada del siervo empezaba a las cuatro de la mañana y se prolongaba 9 horas, así el día viniera pintado de rojo en el almanaque. Tenía derecho durante el año del contrato a 7 días pagos, de los cuales 3 y medio eran de vacaciones. También se le daba la posibilidad de disponer para sus asuntos personales de entre 30 y 50 días al año. Eso sí, que fueran sábados o domingos y, por supuesto, sin remuneración alguna. El salario lo recibía en especie. Ya fuera en leña, leche o cereales. El siervo tenía derecho a vivir con su familia en una barraca y a sembrar cien kilos de papas al año. De la construcción y las condiciones higiénicas de su vivienda, es mejor no describirlas para no llamar a la repugnancia. Y para cerrar el cuadro, al patrón le era permitido castigar a sus peones.

 Siervos hubo sobretodo en los llanos de Södermanland y los valles melares. En este último lugar eran conocidos como los Nómadas de los Melares, pues las miserables viviendas en que eran ubicados los obligaba a mudarse cada año en busca de mejores condiciones de vida. El año en que más familias statare hubo fue en 1905. Eran alrededor de 35 mil familias de jornaleros dueños de la nada.

 En la región de Esmalandia predominó otro tipo de peón rural, los incansables “torpare”. Estos feudatarios podían vivir lejos de los latifundios, tener rancho propio y ser dueños de insignificantes cosas, como un par de gallinas o un buey para arar la tierra. La parcela donde levantaban la morada y cultivaban era alquilada a un latifundista. El arriendo lo pagaban jornaleando en los terrenos del patrón. Esos eran los tejes y manejes de la producción agraria en Suecia hace 150 años. La gran mayoría de pobladores de esa época estaba compuesta de siervos sin tierra, ordeñadoras sin derechos, leñadores desnutridos, jóvenes analfabetas y niños rubios que a la hora del sueño compartían con las cucarachas los rincones de los bohíos. Todos estaban condenados a ser herederos de la miseria y blanco preferido de las enfermedades.

 Cien largos inviernos transcurrieron en Suecia desde la aparición del Manifiesto comunista hasta la abolición del sistema de los statare. Qué difícil creerlo, cuando hoy en día los ciudadanos suecos nacen en una nación boyante cuyas políticas de bienestar social han sido admiradas y soñadas para otros pueblos. Donde el sector público está tan desarrollado que algunos estamentos religiosos acusan al Estado sueco de haber usurpado el rol de la familia tradicional. Donde el derecho de los animales se respeta tanto como el derecho de los humanos. Donde cada niño que nace, además de traer el pedazo de pan debajo del brazo, trae una computadora de conexión  inalámbrica a las redes de internet.

 Sea como fuera, si las relaciones laborales de los siervos con los terratenientes eran injustas hasta la vergüenza, el contacto con la naturaleza era, sencillamente, indescriptible. Esos encantadores bosques y apacibles lagos que hoy día, en las horas estivales, hacen del campo sueco un verdadero edén, eran en esa época, sobretodo en tiempos de invierno, un indiscutible infierno tanto para los jornaleros agrícolas como para los animales. Y ante esas adversidades ¿qué hacer? Un millón y medio de suecos, los más osados, de los 3 y medio que había en esa época, optaron por marcharse del país. Conmovedoras son las escenas que nos legó Wilhem Moberg en sus escritos del leñador Karl Oskar, la bondadosa Kristina y la ramera Ulrika, abandonando los inhóspitos boscajes esmoleños, rumbo a otros sufrimientos pero bien lejos de una hambruna sin igual. Nada podía ser peor. Ni los alacranes de Sydney, ni los reducidores de cabeza de las zonas selváticas brasileras, ni los matones de Minnesota. El hambre, como una maldición bíblica, obligó a los suecos a esparcirse por el mundo. A elevar la cruz anillada el día de San Juan en pueblos perdidos de Cuba. A levantar piedras mortuorias en las pampas argentinas. A añorar en los valles de Australia las exquisitas albóndigas de carne de alce.

 Algunos de los que decidieron quedarse, procuraron ponerle orden a las cosas a través de la anarquía. También caso único en el mundo pues los anarquistas suecos son los seres más organizados que pueda haber sobre la faz de la tierra. Y contra el abandono y la injusticia lucharon negándose a trabajar o, en un intrépido hecho, arrojando una piedra al rancho donde pernoctaban una veintena de esquiroles agrarios, como nos cuenta el escritor Jan Fridegård en su relato Una noche de julio. Tal vez el acto político más violento que los anarquistas cometieron en su lucha por transformar la sociedad fue el de colocar un petardo de baja potencia en Amaltea, un viejo barco de carga. Eso sucedió en 1901, en el puerto sureño de Malmö.

 En fin, esa gran masa de jornaleros agrícolas no fue para la historia sueca lo que fueron sus homólogos en otras naciones. Lejos estaban de ser como los intrépidos mujiks del Ejército Rojo de Lenin en Rusia, o los incansables nutrientes de las bases de apoyo del Ejercito del Pueblo de Mao Zedong en China. Los campesinos pobres de Suecia vieron pasar de largo, como ya se dijo, el fantasma que asustaba a la clase dominante. Estaban más interesados en aprender a leer y a escribir que en levantar la hoz a la altura de la cabeza de los terratenientes. A la luz de las velas de cebo garabatearon el alfabeto que les abriría las puertas a mundos maravillosos. Cambiaron la juerga de los sábados por apacibles tardes de lectura. Entendieron que la suerte les cambiaba si lograban llevar a la imprenta las penurias sufridas durante largos años. Y así, le robaron al viento los sonidos de otros lenguajes, para armar palabras de solidaridad con los humillados de la tierra. Eso fueron los escritores suecos de la generación de los años 30. ¡Autodidactas de la gleba, guerreros de la palabra! Sus escritos fueron verdaderos cañones contra el subdesarrollo. Nada tuvieron que pedirle a la inspiración, solo les bastó echarle una mirada a las ignominiosas relaciones de producción dadas tanto en el agro como en los improvisados talleres de la incipiente industria sueca. Así ayudaron a sacar a Suecia del atraso, a construir lo que llamaron El hogar del pueblo. Esa fue la tarea política que el fantasma que recorría a Europa a mediados del siglo 19 le dejó a la literatura.

  *Escritor colombiano residente en Suecia.

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