Hace 15 días se consumieron en las llamas en una cárcel de Tuluá más de 50 colombianos, ¡los medios y nosotros guardamos silencio! Tal vez a su condena y de manera accesoria se adicionó la implacable indiferencia de la sociedad. Hemos “evolucionado” a un nivel en el que la muerte no ha de conmovernos, incluso a algunos, ha de complacerles.
Nuestro nobel García Márquez, en su “cataclismo de Damocles” nos decía una vez que los humanos no hemos alcanzado aún a entender la grandeza de la vida; bien les contaba en una sentida conferencia a los presidentes del mundo que desde que apareció la vida visible en la Tierra, tuvieron que transcurrir 380 millones de años para que una mariposa empiece a volar, 180 millones de años para que aparezcan las rosas (que vinieron al mundo con el único compromiso de ser bellas) y nosotros para vernos tal cual somos debimos transitar por cuatro eras geológicas, solo así aprendimos a cantar mejor que los pájaros y se nos dotó de la sensibilidad que nos hace hoy capaces incluso de morirnos de amor. La vida no es azar.
No es el momento de preguntarnos por las culpas o la responsabilidad penal de ninguno de los presos, sino que más bien convendría hacernos una autocrítica sobre el resquebrajamiento de nuestra capacidad para conmovernos ¿aún nos duele la muerte? ¿Funciona el sistema carcelario? ¿Ha sido eficaz el populismo punitivo? Los abogados penalistas al ver el calcinamiento de los presos considerarán que es tal vez una escena del suplicio de Francois Damiens, condenado al descuartizamiento jalado por seis caballos, o dirán que están viviendo una pesadilla en la que se revive el inquisidor Tomás de Torquemada.
La verdad que conmovió mucho ver a las madres e incluso a niños desmayar de dolor, rogaban en sus últimas oraciones que sus hijos y padres no apareciera en la lista que con vos incompasiva reseñaba a los muertos; hay que recordar que por grandes que sean las culpas y los yerros el amor materno es inquebrantable. Que el tiempo, el estado y la sociedad permitan un día la materialización de la tan nombrada función resocializadora de la pena, que es un hito histórico y principio medular del derecho penal contemporáneo. Que no sea el dolor infringido a ningún ser humano el que nos haga trazos en la memoria, no puede ser la muerte de un preso propósito o satisfacción de quienes demandan justicia. Que en la agenda legislativa y como prioridad de gobierno se plantee la revisión del sistema carcelario.