Los pollos hambrientos se apresuran a tragar todo el grano que les arrojen aunque vaya mezclado con mucha piedrecilla: no saben distinguir uno de otra. Quizás a esto se deban tanta molleja agotada y tanta mollera dura.
Por eso, a fin de evitar esos actos testarudos o de testa dura, un medio recomendable es acudir a la duda antes del primer picotazo. Por supuesto, un pollo es solo instinto, no reflexión. De ahí proviene la muy pertinente y usada expresión “masticar” para referirnos al cuidado en cada detalle de una información antes de darla por válida, o de rechazarla, por inconsistente. Aun así, continúa la costumbre de ingerir sin reparo cualquier bocado solo porque proviene de aquel que se considera nuestro alimentador.
Por otra parte, es bien sabido que la comida para la mayoría de los pollos solo tiene como intención que engorden, no tanto que se sienten a meditar. También resulta bastante divertido observar cómo se rapan unos a otros el trozo de desperdicio o de bagazo que suponen nutritivo solo porque ha caído de arriba. Por eso, se confunden la lucha y el correteo de estos bípedos por un pedazo de materia inútil, a pesar de que en este esfuerzo se pierdan muchas plumas, un ojo, o ambos. Así llega la ceguera.
Basta observar el repetido y rítmico andar de estos integrantes en un corral, como si cada uno llevase una rodilla que funciona con un movimiento contrario. Todos se apresuran a llegar a un azaroso punto de encuentro, y corren hasta allí por disputarse un lugar porque los demás corren hasta allí por disputarse un lugar, y otros más los siguen para disputarse con estos un lugar. Ese es todo el motivo. No obstante, en ocasiones la pelea es por una cucaracha. Nada menos puede esperarse: llevan cerebro de pollo.
Ya separados un poco unos de otros, toman su baño de polvo, descansan bajo la sombra de un árbol, escarban en el suelo de manera incesante o se acomodan para dormir en cualquier palo (eso se llama aselarse). La gran ventaja: jamás sospechan que serán parte de un grasoso sancocho o de las incontables vueltas de un asador. Además, su descendencia correrá una suerte parecida o, en su defecto, será mezclada, casi siempre con cebolla y tomate o, también, fritada en aceite o cocida en su misma cáscara para ser devorada después.
Ese es un esquema que con facilidad puede aplicarse para cualquier otra especie bípeda, sobre todo en las coincidencias de una fingida inclinación de cabeza y en el aleteo de una remilgada presentadora de farándula. No todos diferencian la cortesía de la zalamería; muchos confunden la adulación (en Colombia se llama “lagartería”) con el elogio; otros más se equivocan al llamar candidez solo al oportunismo hipócrita.
La mayor desventaja que padecen los miembros de los gallineros es que allí se impone el canto de un solo gallo. Ese privilegio exclusivo se mantiene hasta que este señor de cresta muy roja va a parar a una vaporosa olla, y aparece otro para remplazarlo y repetir su dominio con el mismo y pobre mérito: la amenaza de una fuerza bruta superior o la intimidación de una espuela más larga y muy afilada. Nada más.
La revista británica Nature en el 2004 aclaró ciertas confluencias y precisó que los pollos y los humanos comparten un 60% de sus genes. Otras coincidencias quizás se deban a que el 40% restante parece conformarse por la mezcla de granos y piedras, por las celebraciones deportivas desbordadas o por el aprovechamiento de los descuentos en centros comerciales y supermercados.
Aún es imposible determinar qué piensan los pollos (si es que piensan). De sus posibles emociones, nadie sabe con certeza si se entristecen, se enojan o se alegran. Solo se toman como referencia sus desplazamientos o ruidos para suponer cuál es la causa de estos. En términos generales, se les ve tranquilos, como a otros seres “apollados”, que adormecen la depresión con las fantasías, aquietando o disolviendo una realidad que les aterra. De este modo, la ficción reemplaza las evidencias, y se construyen mundos imaginarios para vivir como un perturbado mental cuando improvisa su morada en un basurero y la llama “casa”.
Es posible que todo esto sea la causa de las actitudes violentas, de esas que corresponden a los incapacitados para ganar con argumentos cualquier planteamiento, a los disminuidos que se apresuran a imponer sus “razones” por la fuerza; son los mismos que se intimidan por el paso de los halcones, que sí vuelan alto.
Por eso, es imposible sacar de los pollos una idea valiosa: casi siempre, como consecuencia de una machacada y constante acumulación de sustancias macizas, se les sale solo la piedra.
Con vuestro permiso.
*Profesor de la Universidad de la Sabana y doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral de Buenos Aires, Argentina.