Pocas veces se había visto que encumbrados tecnócratas decidieran cubrir de halagos a la clase política, en especial la que asistirá al Congreso a partir del 20 de julio, y que deberá tramitar las reformas que les llevará el gobierno de Gustavo Petro.
Solo se recuerdan algunos ditirambos cuando se trató de aprobar a ciegas en dichas cámaras el Consenso de Washington y todos las reformas económicas, laborales y financieras, y acuerdos comerciales que terminaron por hipotecarnos al modelo neoliberal que terminó, luego de 32 años por llevarnos no al paraíso prometido sino al duro suelo de la inviabilidad como nación.
Pero la llegada de un gobierno de izquierda jamás esperado, a lo que se sumaba una representación respetable de sus partidarios a Senado y Cámara despertó explicables temores dentro de quienes siempre manejaron los hilos del poder. Situación que los llevó al agobio cuando se fueron enterando que la devoción por el nuevo gobierno se extendía en el legislativo a liberales, conservadores, la U, Cambio Radical, etc., lo que los llevó a romper toda discreción.
Y no era para menos. Se habían derrumbado en segundos todos los muros con que contaban para frenar las reformas que la izquierda propondría para tratar de solucionar la terrible crisis económica y social producida precisamente por las directrices dogmáticas capitalistas, propaladas dentro del país por esta suerte de fauna fundamentalista llamados tecnócratas o sabios (economistas, ingenieros-economistas y politólogos) que finalmente se convirtieron en funcionarios y asesores sine qua non de 8 gobiernos entregados a la inequitativa causa.
Nada auguraba entonces que un acuerdo de estas dimensiones, alrededor de un presidente que representaba todo lo contrario, fuera posible en un país conservadurista hasta los tuétanos, donde, por ejemplo, la afiliación en 1992 del partido liberal a la social democracia europea –que tenía para entonces como carta de presentación nada menos que haber conseguido el estado de bienestar que disfrutó la clase media del viejo continente– apenas sirvió para que de su seno saliera el mandatario que oficializó el reinado del neoliberalismo en Colombia, y como partido acompañara toda la implementación de su desigual programa en el parlamento.
Probablemente nunca discutieron ni tuvieron clara sus miembros en qué consistía una u otra orientación, ya que solo hasta 2017, luego de haber servido como borregos al dogma del capitalismo salvaje, algunos de sus integrantes encabezaron una carta recomendando alejarse de la internacional socialista, pues habían encontrado una fórmula política mejor (?)de servirle al pueblo colombiano.
Volviendo al tema que nos ocupa, los escasos reconocimientos a la clase política, en especial la que se sienta en el Capitolio, han vuelto por parte de nuestros tecnócratas –que algunos llaman, en serio, sabios– y no de cualquier manera sino pletóricos de esperanza en que su labor histórica en esta oportunidad será trascendental.
Envueltos en evocaciones a su ejercicio positivo dentro de una democracia real, a la labor extraordinaria que cumple la oposición para moderar o negar proyectos insanos para la sociedad, al papel diligente del legislativo para conservar la independencia de sus 3 ramas, y no faltó quien se atrevió a poner en sus hombros que la estabilidad del país no se vaya a perder, ya que se consiguió después de tanto tiempo y con tanto sacrificio y denuedo. Estabilidad que naturalmente se refiere a la vivida por estos gurús del régimen neoliberal, ante la imposibilidad de aplicársela a una nación donde la pobreza y miseria de sus habitantes aumentan a diario.
Por supuesto, la repentina reencauchada histórica no era en balde. Si bien partía de defender la independencia del Banco de la República supuestamente porque se dedicaría en el nuevo gobierno a imprimir billetes, e impedir una injerencia mayor del Estado en la economía, porque por naturaleza es un pésimo hacedor de riqueza, la nuez de tanto elogio a nuestros padres de la patria tenía mejores precisiones.
Y ya sin empacho surgieron la defensa abierta de los mercados, de la propiedad y patrimonios privados, y por ello la impertinencia de una reforma tributaria y prevenciones sobre una reforma agraria. La intocabilidad de los Fondos de Pensiones y de las EPS en salud, ante la embestida populista de considerarlos unos simples intermediarios que se toman un dinero que debía favorecer directamente a quienes lo sufragan. Amén de la explotación de carbón, petróleo y gas utilizando métodos como el fracking para aprovechar al máximo la bonanza presente.
En pocas palabras, oponerse sílaba por sílaba a las reformas petristas encaminadas a salvar al país de la debacle, para mantener y hacer más radical en algunos casos el modelo neoliberal, al que más de 18 millones de colombianos desesperados condenaron en las urnas.
La manipulación total del concepto de democracia y sus instituciones, todo en orden a conservar el economicismo que practican –sin dolor de Patria y desconocimiento de la voluntad electoral del pueblo– los llamados tecnócratas, esta vez para ver de conservar sus poderes e ingresos a pesar de la derrota, encomiando la oposición de los políticos con curul mientras desprecian su condición de representantes de quienes los eligieron.