A propósito de la acusación hecha al expresidente Álvaro Uribe que solo un milagro haría que la acción penal no prescribiera para los delitos imputados debo decir con honestidad que en el devenir de la sociedad contemporánea, la justicia penal debería ser el bastión protector de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Sin embargo, en muchos casos, se ha convertido en un laberinto burocrático plagado de obstáculos que hacen de los procesos penales una odisea interminable. La lentitud y la corrupción que impregnan estos procesos no solo socavan la confianza en el sistema judicial, sino que también perpetúan un estado de impunidad que constituye un insulto flagrante a los valores democráticos.
Uno de los problemas más acuciantes que enfrenta la justicia penal es la prescripción de los delitos denunciados. Esta situación, que debería ser una excepción, se ha vuelto lamentablemente común en nuestro país. La prescripción actúa como una sentencia anticipada para las víctimas, negándoles la posibilidad de obtener justicia y de ver responsabilizados a los culpables. Esta impunidad no solo perpetúa el sufrimiento de las víctimas, sino que también socava la legitimidad del sistema judicial en su conjunto.
La lentitud de los procesos penales es otro aspecto alarmante que contribuye a la inoperancia de la justicia. Los años pasan mientras los casos languidecen en los tribunales, las pruebas se desvanecen y las víctimas se ven obligadas a revivir una y otra vez el trauma de los hechos. Esta dilación no solo es injusta para las partes involucradas, sino que también alimenta la percepción de que la justicia está reservada solo para aquellos con los recursos y la paciencia para esperar indefinidamente.
La corrupción dentro del sistema judicial agrava aún más esta situación. La compra de sentencias, el tráfico de influencias y la impunidad de los funcionarios corruptos minan la confianza en la imparcialidad y la integridad del sistema. Cuando la justicia se vende al mejor postor, se socava el estado de derecho y se envía un mensaje nefasto a la sociedad: que el crimen paga, siempre y cuando se tenga suficiente dinero y poder.
Ante esta realidad desoladora, es imperativo que se tomen medidas urgentes para reformar y revitalizar el sistema de justicia penal. Se requiere una mayor transparencia, rendición de cuentas y recursos para garantizar que los procesos penales sean eficientes, justos y oportunos. Los responsables de la corrupción deben ser identificados y llevados ante la justicia, sin importar su posición o influencia.
Además, es crucial fortalecer los mecanismos de protección a las víctimas y testigos, asegurando que puedan participar en los procesos judiciales sin temor a represalias. Solo así se podrá restaurar la confianza en la justicia y garantizar que se cumpla el principio fundamental de que nadie está por encima de la ley.
En última instancia, la inoperancia de la justicia penal y la impunidad que genera no solo representan un fracaso del sistema judicial, sino también un desafío a los valores democráticos y a la dignidad humana. Es hora de que la justicia deje de ser un homenaje a la bandera y se convierta en una realidad accesible y equitativa para todos.