Muchas han sido las invasiones (ocupaciones militares) e intervenciones (apoyos logísticos y promoción de golpes de Estado) de los Estados Unidos, tanto en el Medio Oriente y Asia como en Latinoamérica y el Caribe. En realidad, han invadido el mundo. En el Caribe no hubo quien se salvara, pues Cuba (1902, 1961), Haití (1915, 1994, 2004), Puerto Rico (1902 hasta el presente) y República Dominicana (1916, 1965) fueron todos invadidos. En Centroamérica, desde México (1913, 1914, 1917) hasta Panamá (1903, 1964, 1989), pasando por El Salvador (1980-90), Nicaragua (1980-88) y Guatemala (1954). En Suramérica, Argentina (1976), Chile (1970-73), Brasil (1964), Bolivia (1975-80), Uruguay (1973) y Paraguay (1975-80), pero también Venezuela (Marcos Pérez Jiménez) y Colombia (1928, 1999, 2009). En otros continentes, Hawái (1893-98) y las Filipinas (1935-46), Grecia (1947-49) e Indonesia (1965), Omán (1970) e Irán (1953), Iraq (1990-91, 1998, 2003-11) y Afganistán (1998, 2001-03). Ni los japoneses (1853-54) se salvaron de los norteamericanos al mando de Matthew Perry.Durante el siglo XX la mayoría de las intervenciones estuvieron motivadas por el miedo a la expansión del socialismo y hasta un plan de coordinación de operaciones de inteligencia (y si era el caso, también militares) llamado Operación Cóndor fue puesto en marcha para combatirlo. Curiosamente, acto seguido a los golpes de Estado que promovieron (no pocos) muchas veces dio lugar a dictaduras que sobra decir apoyaron (pues acataron las políticas económicas de Washington reflejadas en el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional). A fines del siglo XX y principios del XXI, sin embargo, el motor de acción invasora e interventora de EE.UU. fue la explotación de recursos naturales (petróleo, gas natural y minería). En especial en el Medio Oriente, la zona más rica del mundo en petróleo y la cual insistentemente han venido invadiendo, desde el 1990.
El uranio y el daño ambiental.
En la primera invasión de EE.UU. a Iraq (1990) motivada por el miedo a perder control del petróleo a manos de los iraquíes que invadieron Kuwait (aliado de EE.UU.), los pilotos que bombardearon la zona rarísimas veces bajaron a tierra. Para la segunda invasión, que tomó lugar once años después (2002), habían muerto, debido a las consecuencias del uranio reducido, poco más de 9,000 soldados norteamericanos que estuvieron en los ataques del ’90, el cual duró muy poco en comparación con el segundo.
Lo cierto es que cada invasión tiene como consecuencia la contaminación ambiental y ya los expertos han dicho que no hay manera de limpiar ni Iraq ni Afganistán. El uranio reducido esparcido por toda la zona es altamente cancerígeno y permanece en la tierra, en los ríos; con las lluvias penetra el terreno y las corrientes submarinas y tanto las personas como los animales lo toman; las plantas crecen con el veneno y así dan sus frutos; los animales comen los frutos, los hombres se comen los animales y toman la leche de sus vacas y cabras. El ciclo de vida se convierte en el ciclo de espera para la muerte.
Recientemente (2013-14) una organización no gubernamental holandesa (grupo pacifista PAX) realizó un estudio con el que informa sobre las consecuencias del uranio reducido utilizado por las fuerzas militares estadounidenses en zonas pobladas de Iraq (Samawa, Nasiriya y Basora), tales como malformación del feto y propagación del cáncer; mientras la Organización Mundial de la Salud (OMS) pretendió ocultar (en un informe del mes de septiembre de 2013) las mutaciones genéticas que causó la guerra de Irak (2003).
Consecuencias de una intervención en Venezuela (segundo país más rico del mundo en petróleo).
¿Qué de una invasión en Suramérica? ¿Podríamos imaginar a Venezuela, toda su flora y fauna, las áreas del llano, la gran cantidad de agua que corre por gran parte de otros países de América del Sur? Hablamos del río Orinoco (el más importante de América del Sur) y del Salto del Ángel (catarata más alta del mundo). ¿Qué tal la contaminación del Amazonas (bosque tropical de mayor biodiversidad en la Tierra)? Imaginemos que el llamado Pulmón del Mundo, precisamente el que desintoxica y limpia la contaminación de todo el planeta (en especial de Norteamérica) quede contaminado y toda su flora destruida.
Por ello es que no puede haber guerra y en Suramérica ni la más mínima provocación de ella. Si EE.UU. invadiera Venezuela (con el pretexto o no de acabar con el socialismo y de paso poner los recursos naturales en manos de compañías privadas o multinacionales estadounidenses como lo hicieron en Bolivia en el ’99 y en Iraq en las últimas dos décadas), lo harían –como siempre sucede– destruyendo otras regiones, otras poblaciones (“daños colaterales”).
De eso es de lo que se trata una invasión, mientras los nacionales estadounidenses están en playas y centros comerciales sin apenas conocer lo que es una consecuencia de guerra, de ser invadidos. Una guerra no es una oportunidad de heroísmos estilo Hollywood. Una guerra implica muertes, destrucción, daños estructurales y ambientales y para países pobres (como todos los invadidos por EE.UU. sin una sola excepción), hambruna por decenas de años sumado a un terrible retroceso político.
El caso de Nicaragua
Por estas y otras razones Hugo Chávez Frías estuvo un buen tiempo (2007-2010) aguantando agresiones (provocaciones de guerra) por parte de los estadounidenses. No lo mismo alcanzó a aguantar Daniel Ortega (actual presidente de Nicaragua) a fines de la década de los ochenta.
Cuando Nicaragua intentó ir hacia el socialismo (1980) era el único país de América Latina que invertía más del 80% de su capital en infraestructura. Sin embargo, los estadounidenses, hundidos en pánico por el movimiento sandinista (movimiento de izquierda inspirado en Augusto C. Andino –patriota y revolucionario nicaragüense– y en el que se afianzaba Ortega) comenzaron a financiar con millonadas el entrenamiento paramilitar de hondureños y costarricenses a fin de que atacaran desde sus fronteras (los primeros desde Corinto y Puerto Sandino, los segundos desde San Juan del Norte y del Sur). Hablamos de soldados mercenarios y militares sin uniforme conocidos como «Contras» (contrarrevolucionarios).
Esto llevó a Nicaragua a denunciarlos ante la Corte Internacional de Justicia el 9 de abril de 1984 por violación del derecho internacional (referencia del caso: “Actividades Militares y Paramilitares en y contra Nicaragua”). El 27 de junio de 1986 la Corte se pronunció a favor de Nicaragua reconociendo las «Contras» como paramilitares entrenados y financiados por EE.UU. y rechazó la justificación presentada por los estadounidenses para haber incurrido en tales actividades. EE.UU. (administración Reagan) se negó a respetar la decisión de la Corte que implicaba indemnizar a Nicaragua por una suma mayor a los 15.000 millones de dólares, como consecuencia de la guerra civil promovida por los estadounidenses (sin mencionar las decenas de miles de víctimas). Ante la renuencia de los norteamericanos, el 3 de noviembre de 1986 la Asamblea General de las Naciones Unidas profirió una resolución que presionaba a los EE.UU. a pagar inmediatamente la multa. Todavía hoy siguen sin pagar y no hay poder alguno que los obligue a hacerlo.
El presidente de Nicaragua para ese entonces (1985-90) era el mismo de ahora (volvió a ganar las elecciones 2006 y 2011): Daniel Ortega, quien tuvo que hacer un giro en su política económica e invertir el mismo 80% en armamento. Así se hizo con unos cañones soviéticos que “mandaban madre” y dijo a los ticos y hondureños que –muy a pesar suyo– si a partir de determinada fecha continuaban atacando las fronteras o aparecía un muerto más en alguna de las dos, las medidas que tomaría no iban a ser pequeñas, sino drásticas; y cesaron las agresiones.
EE.UU. cambió la táctica: sobaron con dinero (promesas económicas) a no pocos nicaragüenses y a Violeta Chamorro (Violeta Barrios Torres) quien así ganó las elecciones (1990-97), pues el pueblo no entendía por qué las obras de infraestructura promovidas y todas las ayudas creadas habían cesado. Lo cierto es que el Gobierno estadounidense a través de nicaragüenses pagos se encargaron de decir que los sandinistas (administración de Daniel Ortega) se robaban el dinero. Como suele suceder, el pueblo, con la fuerza de su ignorancia –a la que contribuyó EE.UU. a través de los medios como lo hizo en Cuba en la década del ’60 mediante la radio pirata Swan– manipulado votó por Chamorro.
El acuerdo militar entre Colombia y EE.UU. (2009).
En el 2009, los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez y Barack Obama acordaron el uso de siete bases militares colombianas “con el fin de combatir el narcotráfico y el terrorismo”, pero el uno y el otro siguieron sonando y al mismo ritmo (al igual que bajo el Plan Colombia de 1999 con la administración Pastrana). Los motivos eran otros.
El mismo senador republicano John McCain ha insistido en repetidas ocasiones la necesidad de intervenir en Venezuela y en una entrevista con la cadena estadounidense de televisión NBC (que luego ésta eliminó) expresó: “Tenemos que estar dispuestos a utilizar la fuerza militar para entrar en Venezuela, garantizar el flujo petrolero hacia EE.UU. e instaurar allí la paz”, señalando además que la operación implicaría la participación (“colaboración”) de soldados colombianos.
“Lo que está pasando en Venezuela hoy en día recuerda mucho el escenario de 1973 en Chile. Primero: debilitar; luego: comprometer; finalmente: derrocar”, asegura Nil Nikándrov, periodista y analista político ruso y columnista de la Strategic Culture Foundation. Además, agrega que a Washington le urge la intervención, pues precisa de los hidrocarburos que, mientras desde África y el Medio Oriente demora mes y medio en llegar, desde Venezuela tan solo 70 horas. Basta con un pretexto para invadir, en otras palabras.
El Gobierno colombiano (al igual que muchos colombianos eufóricos por los dólares y la idea de la “protección norteamericana” vendida) no ha querido entender que la invitación de los estadounidenses a las bases militares constituye una potencial destrucción de la vida, incluyendo la suya.
Colombia –como lo hicieron los hondureños y los ticos (entrenados por EE.UU.) en Nicaragua hacia los ’80– estuvo atacando territorio venezolano hace unos años atrás, habiéndose intensificado hacia el 2009 (acuerdo de las bases) y 2010 con el fin de provocar el conflicto para EE.UU. tener –al fin– excusa o motivo de intervenir. Intervención que Colombia les facilitaría (bases militares) contribuyendo con ello a la destrucción no solo de sus hermanos sino también de la vida. Chávez Frías, sin embargo, conciente de que una guerra devastaría toda la zona, Colombia incluida, y parte de los países vecinos conjuntamente a la contaminación del Amazonas, resistió.
Si algún día EE.UU. decide intervenir, a modo invasión, lo único que tendría que hacer es lo que hizo en Afganistán e Iraq: no comprar nada comestible proveniente de acá. Venezuela, una vez devastada, sacarían provecho del petróleo y del gas natural devolviendo a Washington el dominio del sector energético (como señala Nikándrov) y los venezolanos y el resto de gran parte de Suramérica quedaría fregada con una infernal contaminación de por vida.
La desesperanza y el cinismo
Este es el modus operandi de los Estados Unidos donde huele o a comunismo o a petróleo, gas natural o cualquier otro bien digno de desvalije. En Bolivia fue el asunto del agua que a través del dictador Hugo Banzer (apoyado por EE.UU.) fue a parar en manos estadounidenses bajo la multinacional Bechtel Corporation y Aguas del Tunari (subsidiaria de la transnacional). En Iraq fue y sigue siendo el asunto del petróleo cuyo máximo beneficiario es EE.UU. junto a su ahijado Israel y fiel aliada monarquía Arabia Saudita. En Venezuela es el interés en el sector energético y en Colombia (de cuya economía ya son prácticamente dueños) el puente estratégico de que servimos (como Kuwait en Iraq) para invadirla.
Sabemos que no se puede acusar a alguien de haber tenido razones para hacer tal o cual cosa sin contar con pruebas. Ahora bien: ¿por qué una nación estaría interesada en tener más de 598 bases militares alrededor del mundo sino es para dominarlo (o para someterlo cuando se niegue a ser dominado)? ¿Por qué un país se va en contra de quienquiera se oponga a las políticas económica y exterior promulgadas por Washington y se alía con quienes aceptan a ser sus siervos? ¿Acaso para enjuiciar a un individuo (Osama Bin Laden o Hussein) es preciso violar la soberanía del país en que se dice esconde, invadirlo, ocuparlo militarmente, contaminar la zona, asesinar alrededor de 400.000 civiles y colocar el petróleo en manos de compañías estadunidenses? ¿Por qué un país se niega a ser inspeccionado por lo que a ciegas acusa a otros (armas de destrucción masiva) y a la postre lo invade so pretexto de desarmarlo?
Después de todo, durante la invasión a Iraq, los iraquíes que se unieron a los estadounidenses por el interés del robo vienen a ser los representantes de los intereses actuales del país y principales defensores de los invasores norteamericanos, es decir, sus testigos principales. Por otro lado, los que ostentaban el poder fueron asesinados y nada pueden decir, pues hasta donde se sabe los muertos no hablan. Sin embargo, los motivos de los invasores están amplia y suficientemente comprobados, pues no había armas de destrucción masiva y por esta farsa asesinaron a más de 600,000 personas, en su mayoría (60%) no soldados, sino civiles (sin contar el millón de desplazados).
Esta sería la base jurídica del asunto o el peso de la acusación frente a la cual los invasores no podrían defenderse y por la cual su presidente de turno (George W. Bush) ha sido acusado de crímenes de lesa humanidad. Empero, pasa lo de siempre, los invasores o contestan o actúan al estilo del Viejo Oeste de sus películas: “¿Y? Si acaso les molesta atrévanse a reaccionar. Si son inteligentes y desean seguir respirando cállense y cooperen y no estorben, porque la paciencia se nos puede agotar ante tanto lloriqueo tercermundista”. Esta contestación –dirigida tanto a las Naciones Unidas como a la Corte Penal Internacional y países que han hecho llamados de paz– ha sido una constante moderna sin pretensiones de ocultar ni sus motivaciones ni sus culpas. Es decir: “Lo hicimos porque nos dio la real gana. Por eso somos yankees y los yankees… no le dan explicaciones a nadie”. Tan es así, que Paul C. Roberts critica a Washington por haberse declarado por encima de la Constitución y el Derecho Internacional.
Las declaraciones de un asesor de la Casa Blanca (17 de octubre de 2014).
El economista y periodista conservador estadounidense Paul C. Roberts (EE.UU. 1939), también exasesor del expresidente estadounidense Ronald Reagan (precisamente la administración bajo la cual se cometieron las agresiones referidas a Nicaragua) se pronunció con severidad el viernes pasado sobre la negra historia de EE.UU. y su cruenta política exterior:
“Durante los últimos trece (13) años los estadounidenses han permitido a su Gobierno bombardear a niños, mujeres y ancianos en siete países justificándose con mentiras y persiguiendo los intereses de la élite”.
“Debemos recordar que Washington es el único Gobierno que usó armas nucleares contra civiles”.
“Washington se ha declarado a sí mismo por encima de la Constitución y del Derecho Internacional. Ha destruido la soberanía de toda Europa y Japón y no le permite a ninguno de sus países prisioneros tener una política exterior independiente de Washington. Europa y Japón, por ejemplo, no son nada más que títeres cuyos líderes son bien pagados [comprados] por su sumisión a Washington”.
¿Acaso podría faltar una razón más de otra especie? Esto no es sino la ratificación de los hechos narrados por quien fuera el subsecretario del Tesoro durante la administración Reagan y considerado uno de los fundadores de la «reaganomía», esa política económica de derecha –inspirada en Milton Friedman– que le dio rienda suelta al sector privado liberando a la empresa de los hilos del Estado. La misma política económica de que se siempre se ha apropiado la exterior.
Las declaraciones del señor Roberts resultan contrarias a su pensamiento político y económico de la época en que sirvió a la Casa Blanca, por lo que vale apreciarlas como una confesión de quien muchos años después se diera cuenta de la “barbarie” de Washington que juzga como “sin precedentes en la historia”. No extraña entonces sentencie:
“No es el ébola, sino Washington, la plaga que se pone sobre el mundo”.