Gracias al esfuerzo de periodistas finalmente comprometidos con que el capitalismo sea al menos un proyecto socialmente viable, se sabe de la existencia de estos paraísos fiscales cuya finalidad básica es servir de espacio a muchos (si no a todos) los ricos del mundo como instrumento para eludir el pago de los impuestos a que se hacen acreedores por su riqueza.
El origen egoísta del capitalismo ha obligado a que el Estado tenga que reglarlo en muchos aspectos para no solo evitar sus inherentes excesos, sino para que contribuya de manera suficiente a retribuir a la sociedad donde hace sus ganancias, de manera que con estos impuestos se adelanten por parte del Estado las funciones y obras que por su finalidad no representan oportunidad de ganancias para sus intereses.
Eludir su pago por supuesto es una postura condenable que afecta a las sociedades que se ven limitadas en su desarrollo y una burla para los gobiernos que miran cómo sus normas tributarias se ven desbordadas por la creatividad sin barreras que la obsesión por acumular ganancias lleva consigo y la opacidad que su reinado abusivo imprime a todas las instituciones que le rodean.
Mas toda esta situación anormal que en teoría parece clara no lo es en la realidad, pues la actitud de los Estados que resultan afectados frente al fenómeno no es todo lo convincente que uno esperara, y, por el contrario, parece de alguna manera encaminada durante largas etapas, y jalonada por directrices claramente cuestionables, a permitir cuando no a favorecer que estos fenómenos se presenten sin que los escándalos morales que suscitan inmuten a ninguno de los involucrados.
Thomas Piketty, en su libro Capital e ideología, donde hace una muy documentada y seria crítica del capitalismo actual, en la página 811 se pregunta cómo la era de las grandes tecnologías de la información puede ir acompañada del empobrecimiento de las estadísticas oficiales, especialmente las de riqueza y su distribución. Y lo atribuye a cierto temor político a la transparencia y a los potenciales reclamos que generaría su inequidad.
Hecho contradictorio que ocurre especialmente entre 1980 y 1990, años álgidos del dogma neoliberal, donde los Estados europeos y estadounidense, de los que habla Piketty, prácticamente se doblegaron ante las leyes del mercado y permitieron los desajustes tributarios y de riquezas que hoy enfrentan.
Y si esto sucedía en democracias consolidadas, qué se podría esperar de otras como las latinoamericanas, donde sus líderes en primer lugar se sienten más ciudadanos del mundo que de sus respectivas parcelas, y que antes que construir un futuro histórico con sus países los tienen presentes, en particular, mientras representen un negocio.
Que de dejar de serlo como se colige del manejo irresponsable que les aplican (comenzando por no pagar los impuestos debidos y no invertir en ellos sino guardar sus riquezas donde el Estado no les llegue) bien vale la pena estar preparado para marcharse en el momento que las circunstancias insostenibles lo aconsejen.
Sin pensar demasiado si el monto acumulado en el exterior arrisque para disfrutar otros paraísos como el que abandonan, y mucho menos si su riquezas (sin el respaldo político y militar que acostumbra, como parte de su esencia, el capitalismo duro) están en capacidad de competir en este, convencidos apenas de que las curvas de oferta y demanda son principios absolutos.
