Lady Di González tiene varias razones para ser feliz. No solo porque Jaisson, su esposo desde hace menos de un año, acaba de ser elegido representante a la Cámara, sino que, después de muchas cavilaciones y discusiones, ha encontrado el nombre perfecto para su hija recién nacida. Atrás quedaron los días de privaciones, maltratos y abusos en su casa materna. Desde la cálida noche en que conoció a su marido, un hombre bajito, rechoncho, de piernas cortas y una piel cobriza que contrastaba dramáticamente con el azul de sus lentes de contacto, en una animada discoteca, la vida le había cambiado por completo.
Ella iba allá cada viernes en la noche, tratando de alejarse de su barrio y de los malandros en moto que la pretendían. La discoteca, ubicada en el único centro comercial al aire libre de su ciudad, significaba para ella el lugar en donde podía encontrar a su príncipe azul, el héroe que la sacaría definitivamente de la estrechez y hacinamiento en que vivía. Bailaron un par de canciones y su arrolladora belleza y femineidad impresionaron al hombre. Al cuarto tema, Jaisson, agotado y sudoroso, le pidió que por favor se sentara en su mesa. Para Lady Di eso de tener escoltas y las muñecas llenas de esclavas de oro era lo máximo a lo que podía aspirar una persona. Por eso, sin dudarlo, aceptó la invitación que le hizo el desconocido de irse al día siguiente, a una casa que tenía en Cancún. Sus amigas del barrio no podrían creer que ella iba a estar en el lugar en donde acaban la mayoría de telenovelas mexicanas que tanto disfrutaba.
Para Jaisson la vida tampoco había sido fácil. Venía de tres generaciones de raponeros de poca monta y también tuvo que padecer el martirio de crecer al lado de un padre borracho y maltratador. Pero él, a diferencia del resto de sus hermanos, tenía carisma y respeto por la autoridad, cualidades esenciales a la hora de ascender socialmente en Colombia. Su mamá era una aseadora de la Gobernación y fue por ella que logró ingresar al Palacio y conocer de cerca y desde muy niño a la gente que rige el destino de San José de Guasimales. Poco a poco y sobando las guayaberas adecuadas, fue ascendiendo, hasta convertirse en secretario de Hacienda del Departamento. En los cuatro años que estuvo en el cargo y siguiendo los consejos de experimentados gamonales, logró amasar una considerable fortuna sin necesidad de madrugar demasiado. Ahora tiene una casa con piscina y dos camionetas cuatro por cuatro. El sueño se hacía realidad.
Lo que le faltaba, ahora que tenía el poder y el dinero, era reproducirse. Su fortuna necesitaba de un heredero. Jaisson, como todo hombre práctico y organizado, tenía claro que la madre de su hijo debería ser católica, de origen humilde y sobre todo obediente. Una mente y un cuerpo dispuestos a ser moldeados a su antojo. Lady Di tenía todas esas cualidades, por eso, recién llegados de Cancún se casaron por todo lo alto en el Club más prestigioso de la ciudad. A los dos meses y gracias a la Virgen de Torcoroma, Diosa de la fertilidad en el oriente colombiano, la pareja había sido bendecida con un embarazo.
Nueve meses pasaron y mientras ella sofocaba sus antojos y angustias de mujer embarazada con un séquito de primas, hermanas, cuñadas y muchachas del servicio, Jaisson, sin una yegua para montar, ahogaba la repugnancia que le generaba el cuerpo cada vez más hinchado de su esposa, saliendo con otras muchachas alegres, que nunca serían una amenaza para la estabilidad de su matrimonio, porque, tal y como lo había dicho su virtuosa madre: “La esposa es la catedral y el resto no son sino capillitas”. A pesar de la rumba desmesurada, su fortuna lejos de menguar, aumentaba cada día más. Los ganaderos de la zona le dijeron que si les brindaba el apoyo que necesitaban para quedarse con unos terrenos que estaban destinados para sembrar palma africana, pero que ahora estaban ocupados por unos campesinos “medio guerrilleros” ellos le darían lo que hiciera falta para que el fuera representante a la Cámara en las próximas elecciones. Con unas cuantas botellas de Old Parr, acompañadas de la infaltable música de Silvestre Dangond cerraron el trato. Si los campesinos no iban a entender a las buenas “pues entonces que se amarren los pantalones porque van a saber que nosotros si tenemos las guevas bien puestas cuando se trata de hacerlos entender a las malas”.
Las elecciones se dieron y él no solo fue elegido sino que salió como el candidato mayoritario del Departamento. En el Catatumbo, hombres fuertemente armados despejaron la tierra que necesitaban los ganaderos y ya crece la palma en esos campos verdes. La niña nació gordita y rubia y tres días después del parto Lady Di se operó para resaltar sus atributos físicos y evitar que su esposo buscara en la calle lo que podría encontrar en la casa. Hubo un poco de desilusión por parte de Jeisson, él esperaba un varón, alguien que perpetuara su apellido, que marcara diferencia. Se arrepintió de la rabia que le dio saber que era una niña, se santiguó y miró con ternura a la bebé “Gracias virgencita —murmuró— al menos no me salió mongolita”.
La única preocupación de Lady, además de acostumbrarse a su nuevo par de tetas, era encontrar un nombre para su hija. Se acercaba el día del bautizo y ni los Maryunki, Brendas o Timmissoara, la convencían demasiado. Faltaban horas y la presión de Jeisson era insoportable, “Ella tiene que llamarse Otilia como la abuela”. Pero Lady le pedía que por favor, le diera unas horitas que el Señor la iba a inspirar para darle un nombre original “porque una hija nuestra debe llamarse como nadie más se llame”. Se encerró en su cuarto, encendió la televisión, canalió un rato y vio en Muy buenos días, su programa favorito desde que era una niña, que Jota Mario y Laura Acuña sonreían picarones “por lo bien que nos había quedado la selfie”. Entonces Lady supo que Dios había usado al presentador de Telesemana para poner en su boca el nombre de la princesa. Salió del cuarto con el rostro de los iluminados, miró a los ojos a Jeisson, que en ese momento engrasaba su nueve milímetros y le dijo que la niña se llamaría Selfy. A él los ojos se le llenaron de lágrimas y abrazó a su mujer y le murmuraba una y otra vez a Lady “por eso me casé con usted mamita… usted es una verraca mamor”.
Se dieron un beso y luego miraron a su hija. El bautizo se hizo por todo lo alto. Se cerró la única avenida de dos carriles que tenía la ciudad y trajeron a los vallenateros de moda. Ebrio de felicidad, poder y whisky, Jeisson sacó su nueve milímetros y disparó en repetidas ocasiones al aire. Luego buscó a Selfy, le puso una tiara de diamantes en la cabeza, se subió a la tarima y le mostró a la gente que a esa hora bailaba junta, como si fuera un solo cuerpo, a pesar del calor. La niña lloraba, “No llore mi amor, acostúmbrese a mirar a esta gente desde arriba, usted va a ser una reina… va a ver que sí”. Su pueblo, sus votantes le hacían la venia a Jeisson y a su pequeña, la primera de las Selfies que poblarán el mundo.