Hace un par de semanas fui invitado a una reunión virtual para discutir posibles alternativas artísticas de comunicación para un evento de la mayor importancia para la realidad nacional. Asistieron cineastas, fotógrafos, escritores, líderes y gestores culturales de todo el país, quienes propusieron ideas y acciones inusuales y sorprendentes. Llegado mi turno de opinar tomé un camino distinto: quise hablar de los otros cuando son los míos. Me explico. Tengo muchos amigos, familiares, colegas y colaboradores que piensan abismalmente distinto a mí. Personas valiosas y cercanas a quienes la realidad y los hechos los llevan siempre a conclusiones que considero extraviadas o incluso molestas. No han sido pocas las discusiones y los distanciamientos entre nosotros, pero con el tiempo volvemos al mismo lugar de siempre: el afecto, la confianza y la comprensión. Volviendo a la reunión virtual, propuse que esta vez, independientemente de la técnica o solución artística escogida trataremos de hablarle a los otros. A ese otro país. A esa otra mitad.
Estos últimos años hemos sido testigos del escalamiento de una costumbre dañina en Colombia: la segregación de la bondad. Supongo que por cansancio o incomodidad, muchos sectores han preferido excluir de discusiones, estrategias y planes a una gran cantidad de colombianos con la excusa moral (subrayo, excusa) de que ellos no pueden, quieren o saben entender lo bueno, lo correcto y lo apropiado; como si fueran minusválidos éticos. El debate político se redujo a un juicio precipitado y peligroso de capacidad de discernimiento. De esta manera se ha minado la posibilidad de un verdadero dialogo horizontal y franco en Colombia. Es muy difícil llegar a un acuerdo cuando una de las partes se cree mejor, más sabia o más entendida que la otra. El tono de condescendencia y altivez moral nunca ha sido muy provechoso para descubrir posibles coincidencias entre quienes piensan diferente.
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Es muy difícil llegar a un acuerdo cuando una de las partes se cree mejor, más sabia o más entendida que la otra
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De la misma forma, los voceros de la empatía en el país, que incluyen personajes de todos los espectros políticos, adolecen de un malestar similar: practican la empatía solo con quienes les simpatizan. Una forma cómoda y mediocre que parece más un acto de vanidad que el despojo y desprendimiento que requiere el actuar empático. Descartan la posibilidad de imaginar al distinto y se sienten satisfechos de “entender” a quienes piensan igual que ellos. Por definición, el proceso de comprensión parte de una premisa básica: que haya una distancia entre aquel que se dispone a comprender y el otro. Entre personas de opiniones idénticas dicha distancia no existe.
Cuando muchos conceptos, ideas y procesos vitales y valiosos han perdido apoyo ciudadano en el país (con sus consecuentes perdidas electorales), es importante preguntarse -y responderse- si quizás el problema no radica en la indisposición al diálogo que se desprende de cierta superioridad moral. Bastaría dejar de pensar a Colombia como un sistema binario de buenos y malos, de decentes y corruptos, de sabios y de ignorantes. Y más bien proponer discusiones desde la posibilidad del entendimiento y no del adoctrinamiento. No toda opinión debe convertirse en un evangelio, ni imponerse ante la otra. Se debe procurar bajar un par de escalones del pedestal y suponer al otro capaz y dispuesto a entablar una conversación. Supongo que esta reflexión es uno de esos curiosos casos en los que se escribe para los demás pero se termina escribiendo para uno mismo.
@CamiloFidel