Este mes se celebra a lo ancho y largo del mundo el carnaval, una fiesta que convoca a personas de toda índole para olvidar por corto tiempo sus afanes festejando la alegría, el placer, la juventud, y especialmentela vida. Lo primero que pensamos en Colombia cuando se habla del tema es en el el Carnaval de Blancos y Negros de Pasto, que se lleva a cabo en enero y que incorpora elementos culturales del sur del país; y obviamente en el Carnaval de Barranquilla, famoso por ser el segundo más importante del mundo después del de Río de Janeiro. Con sus comparsas, la coronación de la reina, el festival de las orquestas, la gran parada, los bailes y el entierro de “Joselito”, muñeco que recuerda al monigote que también figuraba en las celebraciones de la Edad Media,y que muere extenuado después de tanta parranda para renacer al año siguiente, el carnaval tiene un indudable atractivo para turistas y locales.
Los orígenes de esta fiesta ritual se pierden en el tiempo, remontándose a las primeras sociedades agrarias. Todo indica que la etimología de la palabra proviene del latín carnem levare, que señalaba la prohibición religiosa de comer carne a partir del primer día de la cuaresma, fecha que generalmente coincide con el fin del carnaval. Existen testimonios documentales de la Edad Media que hablan de una celebración donde se cometían excesos en el comer, el beber y los placeres sexuales, todo ello de manera encubierta, pues la verdadera identidad de los participantes se ocultaba detrás de las máscaras que permitían a sus portadores asumir otra personalidad comportándose de manera relajada, sin temor a la censura. Las máscaras nos llevan a pensar también en el lujoso Carnaval de Venecia, que sobrevive después de novecientos años, cuando el senado de la ciudad declaró festivo el primer día de la cuaresma, un espectáculo artístico para el cual trabajan artistas, joyeros, diseñadores y modistos durante todo el año, para que las venecianas luzcan los suntuosos trajes de época con las sugestivas máscaras, fiesta que se enmarca en el esplendor de la ciudad.
A pesar de los cambios originados a través de los siglos, de las distancias geográficas, hay en esta celebración de la vida elementos comunes como son la renovación de la fecundidad de la tierra mediante el despliegue de la sexualidad, y el exorcismo de la muerte con los monigotes como “Joselito”, que luego de morir reaparecen vivos al año siguiente. Quizás las esculturales cariocas del carnaval brasilero, las reinas de nuestro Carnaval de Barranquilla, las misteriosas venecianas no sean conscientes, pero lo que hacen con el despliegue de su juventud y belleza, no es más que proclamar el triunfo de la fertilidad que propicia el renacer de la vida.
No en vano coincide el carnaval con el inicio del año agrícola. En la antigua Babilonia la renovación se simbolizaba con una barca dotada de ruedas que era transportada en medio de un alegre desfile hasta el templo principal. La ceremonia de pasaje de la barca daba licencia para orgías rituales, banquetes y alegorías de la lucha entre los aspectos negativos y positivos del cosmos. Los antiguos griegos celebraban a comienzos del año las fiestas en honor a Dionisio, dios del vino, caracterizadas por la alegría, la embriaguez y las orgías sexuales en las cuales participaban incluso mujeres casadas. Los romanos lo hacían con las saturnalia, fiestas en honor a Saturno, durante las cuales había una serie de rituales religiosos y la gente se comportaba de manera desenfrenada. En este caso la renovación se simbolizaba con la momentánea suspensión de las relaciones de poder entre amos y esclavos. Ese día los esclavos se sentaban a la mesa, para ser atendidos por sus señores.
En Colombia deberíamos celebrar el carnaval de manera más generalizada llevándolo a ciudades intermedias, al campo. Un poco de sana locura, de organizado desorden, son benéficos cuando se trata de conjurar, así sea momentáneamente, muchos de los problemas que tenemos por resolver, como la proliferación de la delincuencia que tanto nos agobia y que parecería no tener remedio, la pobreza, la falta de oportunidades. Ningún mal hace ponerse la máscara durante un par de días para convertirse en otro, como tan sabiamente hacen los niños cuando juegan, transformar costumbres y actitudes, camuflarse como ángeles o demonios, celebrar la abundancia con las coloridas comparsas o transgredir de manera sana lo establecido, haciendo acopio de nuevas fuerzas. Si para algo sirve esta fiesta es para exorcizar la dura realidad, retomando la hermosa magia del simbolismo. Por ello mismo el Carnaval de Barranquilla, el de Pasto, o los pequeños carnavales locales que se celebran en el país, no deberían tomarse únicamente como eventos folclóricos para atraer turistas, sino con el respeto que merecen costumbres atávicas que nos remiten a nuestra muchas veces olvidada relación con la naturaleza, a las fuerzas sagradas de las que renace la vida.