A finales de mi infancia, 1960 y 1970, el olor que más fuerte se sentía en Santa Marta era el que se producía en una fábrica de procesamiento de pescados, la cual estaba a tres calles de la casa donde vivía con mis padres y hermanos mayores. No era desagradable y se percibía más en las horas del mediodía, cuando la factoría comenzaba a pitar como una olla a presión.
El silbido oloroso se escuchaba por toda la urbe y el aroma a sopa de lisa se mantenía durante el desarrollo de esa aspersión aérea de desopresión. Al anochecer, el olor a cebada de la fábrica de cervezas Bavaria, a ocho cuadras de allí, abarcaba gran parte del ambiente nocturno.
A la mañana siguiente, a lo que se asomaba el sol por detrás de la Sierra Nevada, se imponía la fragancia del mar. Eran los tres olores más agradables que se olfateaban en la samaria durante mi primera década de existencia.
Los dos primeros se dejaron de oler con el tiempo, porque cerraron las plantas que los producían hace ya más de 50 años. Únicamente queda el olor a mar y el único desagradable de todos, el cual emana todavía de la alcantarilla que está por debajo de la Avenida del Ferrocarril desde el año 1975, cuando la inauguraron para los 450 años de la capital magdalenense.
Ojalá desaparezcan ese olor desagradable cuando inviertan el billón y medio de pesos en la solución definitiva del desabastecimiento de agua en la urbe, que se supone será una realidad en los dos años que le restan a Santa Marta para cumplir su primer medio milenio.
