Los olores de mi infancia

Los olores de mi infancia

Oler nos transporta en el tiempo y nos hace felices, pero estamos formando una generación sin olfato castrándoles a nuestros hijos la posibilidad de recordar con las fosas nasales

Por: Alex Guardiola Romero
septiembre 07, 2015
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Los olores de mi infancia
Foto: tomada de internet

La infancia de quienes hemos sido felices es un lugar lleno de ruidos entrañables y olores de ensueño. El olor a tierra mojada, por ejemplo, aún sigue transportándome a aquella época sin preocupaciones. Para entonces, aquel olor era el presagio de un aguacero bíblico que, a pesar de vivir en una precaria vivienda que parecía ceder un poco con cada aguacero, significaba dormirse con el croar de un millón de ranas invisibles. Recuerdo nítidamente la premura de los vecinos para no mojarse, huyendo de las primeras gotas como quien huye de la furia de Dios, y la señora Emma gritándole a sus hijas que recogieran la ropa que había estado secándose al sol en aquel patio enmontado en el que crecían silvestres tanto los pepinos como los mosquitos.

Inolvidable es, también, el olor del colegio. Mi colegio olía a lápices recién tajados, a borrador nuevo y a niñas sucias. Una tarde de julio, cuando volvía a clases luego de las vacaciones, ese olor a lápices se metió en mi memoria olfativa para siempre. Estaba en cuarto grado y nunca podré olvidar la forma en que ese olor a caja de colores nueva se fusionaba con el olor de Dubis; la recuerdo sudorosa y feliz mientras de su cuerpo emanaba un hedor indescriptible completamente distinto al olor que tenía Catalina, la fugada Catalina, a quien no volví a ver tras la intempestiva decisión de sus padres de llevársela a otra ciudad sin importar los cientos de niños que nos habíamos enamorado de ella en tercer grado. Catalina olía a helado de vainilla, como me huelen desde entonces todos los amores nuevos.

¡Y la hierba recién cortada! No sé por qué, y quizás alguna regresión freudiana me lo explique un día, pero el olor a hierba recién cortada me huele a sexo. Un jardín con la hierba recién cortada es lo más parecido a una vagina recién depilada, con todo y su olor a fecundidad y placer, con todo y su inescrutable atracción; me dan las mismas ganas de revolcarme bien en un jardín con el césped recién cortado que en una impúdica vagina de labios rosados. Somos tan niños cuando jugamos en un jardín como cuando hacemos el amor, pues en ambos escenarios abandonamos los temores para ser –por fin- nosotros mismos. Estaba en segundo o tercero de primaria, y mientras a pleno mediodía caminaba hacia el colegio, de repente aparece aquel señor pelirrojo con su podadora invencible acicalando un jardín horroroso que no obstante consigue marcarme para siempre. Pero sigo sin entender porqué la hierba me huele a sexo, a chicas de inocencia tardía.

El olor del mar, por ejemplo, sigue teniendo en mí poderes curativos. Las vacaciones de mi infancia tenían el particular poder de curar mi alma de los embates de la pobreza, y ese analgésico está íntimamente ligado al olor del Mar Caribe. Mis padres me mandaban de vacaciones donde mis primos en Santa Marta, pero sospecho que lo hacían porque no tenían cómo alimentarnos durante aquellas semanas de receso escolar; en todo caso, justo después de pasar el Río Magdalena y teniendo el mar a solo unos metros de la carretera entre Barranquilla y Santa Marta, mi cuerpo y mi alma comenzaban a sanar. El mar huele a libertad, a felicidad y a útero materno; es como si proviniéramos del mar y volver a él es como volver al origen mismo de nuestras vidas. Le dijo García Márquez a Ernesto MacCausland que él sabía que estaba en el Caribe porque el cuerpo le funcionaba mejor, y creo que debe tener razón porque a mí el olor del Mar Caribe me despeja las fosas nasales y erradica las gripas del páramo tan bien como las tristezas del alma.

Hay olores con nombres propios, como el olor a “Olímpica”. Ya los supermercados casi no tienen un olor definido, pero en mi infancia sí lo tenían; las puertas automáticas se abrían y de la famosa cadena de supermercados en la Costa salía ese olor característico: envueltos en el velo del aire acondicionado venían el olor a nuevo, a desinfectantes, a bolsas plásticas y a carnes aún sangrantes. No eran aromas, sino olores básicos y brutales que no pretendían agradar sino dar una personalidad al negocio y un recuerdo perenne a nosotros.

El olor a “diciembre” fue posterior, cuando ya casi no era un niño. Por lo general, ese mes huele a cemento y pintura fresca, tal vez por los arreglos que se hacían a las casas para engalanarlas para las fiestas de fin de año. Pero no todo diciembre huele a lo mismo. La primera semana, indudablemente, es un torbellino de materiales de construcción e intentos por ocultar las carencias, pero el siete de diciembre en mi tierra huele a pólvora y pasteles de cerdo, a sancocho y traqui-traqui con banda sonora propia y una fotografía hermosa: contra el cielo limpio de luna esplendorosa, se formaban unas cuantas nubes bajas por el humo de la pólvora que para entonces era tradicional. Los siete de diciembre en la Costa de mi infancia son un bullicio sonriente que se perfuma con pólvora y comida típica. Quizás por eso me hacen falta, porque la celebración sin alma de una Bogotá distante y fría me recuerda todo lo que hemos perdido como seres humanos.

Una tarde de sábado, mi padre llegó con unos bocachicos y todos suspiramos aliviados. Mi madre, recursiva e inteligente, me ordenó recoger leña para improvisar un fogón en medio del patio; ella, como pudo, condimentó los bocachicos rellenándolos con verduras, les echó sal y los amarró para asarlos sobre la parrilla dispuesta sobre el fogón improvisado. Comenzó a emanar un delicioso olor a pescado, a verduras asadas y a humo de leños viejos, y nuestros estómagos se prepararon para el manjar. Cabrito, lo llaman; es una deliciosa comida típica cuyo olor jamás he borrado de mi mente porque significa victoria. Comimos hasta quedar satisfechos y nos fuimos a dormir con la incertidumbre de qué comeríamos al día siguiente, pero con la panza llena y el corazón contento.

Oler sirve como máquina del tiempo y como hilo invisible para unir sensaciones y recuerdos. Desde un punto de vista estrictamente científico, eso sucede, según Gloria Martínez Ayala, porque “el bulbo olfatorio, la zona donde recibimos información de los receptores olfativos, está en el sistema límbico, en esta zona del cerebro se procesan las emociones, los recuerdos, reacciones fisiológicas y también situaciones que nos producen ansiedad. La estrecha relación entre el olfato y las emociones es debido a la interconexión de las regiones cerebrales implicadas en el procesamiento de ambas sensaciones, siendo la amígdala, que forma parte del sistema límbico, el centro integrador por excelencia”.

Vivir en apartamentos asépticos, donde el patio es una lejana ensoñación, poco a poco castra en nuestros hijos la capacidad de recordar olores y –por ende- sensaciones felices. ¿Cómo sabe un niño cuál es el olor a tierra mojada si nuestras ciudades son impermeables? Puedo asegurarles que muchos de nuestros hijos la única tierra que conocen son las cajas de arena de algunos parques y que muchos no sabrán qué es ese olor a desinfectante de pino que suelen tener las casas de nuestras abuelas; la casa de mi abuela, una señora terca que casi cumple un siglo de vida, estaba limpia pero acogedora y conjugaba el olor a pino concentrado con el aroma a comida que provenía de la cocina. Un ejército de primos llegábamos a la casa, casi siempre un día de las madres, y la veíamos envejecerse con una dignidad a toda prueba que incluso hoy se mantiene, aunque sigo preguntándome cómo es posible que seamos tan viejos y ella siga incólume al paso del tiempo. Y allí éramos felices, en esa casa escasamente iluminada invadida por los mosquitos que nos hacían huir al caer la noche. Olíamos, luego vivíamos, y por eso éramos felices. Hemos privado, sin darnos cuenta, a nuestros hijos de la capacidad de ser felices desde su propia nariz.
A Neruda el olor de las peluquerías le hacía llorar a gritos. A Grenouille, el obsesivo personaje de Patrick Süskind, los olores lo habitaban pese a no tener uno propio y haber nacido en un entorno nauseabundo. Napoleón, el amante, le pedía en una carta a Josefina no lavarse mientras él llegaba a París la noche siguiente, una fabulosa solicitud que nos remite a lo básico de nuestro impulso sexual. Pero si bien los olores no son tema recurrente en la literatura, han sido tan importantes que originaron el denominado “Efecto Proust”, que se refiere a la evocación provocada por los olores y que toma su nombre a partir de un episodio narrado por el escritor francés en su obra “En Busca Del Tiempo Perdido”. El mundano y nada poético marketing sensorial, aprovecha estas evocaciones que provocan los olores para hacernos comprar más, sin dudas una detestable práctica que “cosifica” el más hermoso aspecto de nuestra humanidad.

Para seguir anclado a mis recuerdos, he decidido ejercitar la memoria olfativa que me da identidad y pasado. Comenzaré por oler los mangos maduros, a ver si por fin descubro por qué su olor me hace llorar.

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