El país amanece con una lista de nuevos líderes políticos que asumirán los enormes retos y las responsabilidades del Congreso de la República.
Legislar, hacer, interpretar, reformar, derogar leyes, son algunas de sus principales funciones constitucionales, a las que se suman con igual nivel de responsabilidad, funciones de control político y elegir autoridades encargadas de los entes de control de la gestión pública del Estado; los congresistas eligen a los magistrados de la Corte Constitucional y a los de la Sala Jurisdiccional Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, al Defensor del Pueblo y hasta al vicepresidente de la República cuando hay falta absoluta de este.
Tamaña responsabilidad para quienes se acaban de embarcar en la nave del Poder Legislativo. Los padres de ese establecimiento, soñaron con construir una nación bajo el respeto y promoción de los derechos de los ciudadanos y con la construcción de leyes que promovieran el bien común, prohibiendo anteponer cualquier interés personal.
A juicio de los historiadores, la semilla de lo que hoy es nuestro Parlamento se sembró el 27 de noviembre de 1811, con la suscripción del Acta de Federación de la Provincias Unidas de la Nueva Granada.
Tan caras serían las responsabilidades de los parlamentarios que se les dio para entonces el tratamiento de “Alteza Serenísima”, al presidente de “Excelencia”, y a los parlamentarios que no recibirían ningún salario: “Señorías”.
Hoy día cuando a todas luces se cuestiona si es un honor superior llegar a hacer parte de tamaña empresa, nos damos cuenta que la majestad se convirtió en desprestigio.
La caballerosidad, nobleza, señorío y la responsabilidad de los nuevos congresistas, debería ser tan grande como el tamaño del territorio continental y del espacio aéreo; tan amplia y profunda como nuestros mares y tan inmensa como las demandas de los ciudadanos de a pie, que habitan los campos y ciudades de Colombia.
Algunas regiones del país, se quedaron con un puñado de parlamentarios ligados a herencias malditas que han contaminado la política nacional en fechas recientes y un pequeño puñado de los elegidos, sobreviven a la descendencia de castas de familias que se atornillaron en el poder regional y que se acostumbraron a avasallar las sensibilidades y corazones de los más necesitados.
Dinero, licor, regalos, sancochos y parrandas, no pudieron contenerse en las campañas previas a estas elecciones, pese a las advertencias y al esfuerzo que hicieron las autoridades, para frenar la contaminación de esas malas herencias y la cultura política de los más débiles. El pueblo más humilde y menos educado cedió ante sus necesidades y debilidades.
El congresista que haya sido cuestionado ante la luz de la opinión nacional, tiene una tarea desde ahora mismo: devolver la dignidad a su altísima investidura; y convertirse en un funcionario extraordinario, intachable, pulcro e impoluto.
El nuevo Congreso debe trabajar para recuperar la moral de la República y esta tiene mucho que ver con la legitimidad de nuestros senadores y representantes, con su decencia y con su respeto por el país y por sus ciudadanos; por sus costumbres, nobleza, autenticidad y libertades.
Un mal trabajo de este nuevo Congreso aumentará el fanatismo de algunas minorías, la pobreza, la discriminación, el desamparo, el resentimiento en una sociedad acostumbrada históricamente a rivalizar.
El discurso que los llevó al Congreso debe ser de cara al pueblo mestizo, negro, mulato, indio, campesino, a las veredas y corregimientos, a las montañas y los llanos, a los valles, las selvas y litorales; a los peones, obreros, mineros, pescadores, a todos los que huelen a tierra. Por eso es mejor que pasen más tiempo, lejos de la burocracia del Capitolio y se unten más de barro.
Que ayuden al Poder Ejecutivo en la construcción de ese nuevo país que nos ha sido esquivo por la maleficencia de muchos servidores públicos; ayuden a que se construya una nueva cultura ciudadana, que se recupere el amor y el cuidado por esta hermosa tierra, a la creatividad y las obras públicas, las carreteras, los ferrocarriles y los puertos, que no haya más mezquindad con los ciudadanos que usan los más precarios sistemas de transporte.
Los nuevos congresistas deben derribar los climas de temores y desconfianzas, promovidos por las luchas intestinas de tantos años de historia. Todavía encontramos las ruinas del holocausto hecho por bandoleros de cuello blanco y de diversos pelambres, que llenaron de pesadillas los rincones de Colombia.
Finalmente, los nuevos congresistas tendrán el reto de ayudar a resolver el “cómo” refrendar lo que se acuerde en La Habana, a impulsar las buenas obras en los territorios excluidos del desarrollo, a eliminar las desconfianzas para que cesen las angustias, las pesadillas, los miedos, para que por fin desaparezcan los espíritus de la intolerancia y de la venganza.