Hubo un tiempo en el que Gabriel García Márquez calificó a los cartageneros como "los cachacos de la costa". No se refería a ellos por la actitud emprendedora que ha caracterizado en gran medida a la gente que habita los Andes colombianos. No. Su analogía estaba más cerca de una creencia generalizada que los costeños tenemos sobre los capitalinos: que son seres fríos, hipócritas e ingratos. Y que además tienen la mala costumbre de mirar al resto del país por encima del hombro.
Pues bien, lo que Gabo pensó en ese tiempo le habría caído hoy en día como anillo al dedo a lo que está sucediendo en Santa Marta, con la circunstancia de que no son la mayoría de los samarios sino unos cuantos, que por verse durante siete años por fuera del poder, tiempo que sintieron como una eternidad, porque nunca les había sucedido, prefieren mil veces que los gobierne un cachaco a volver estar por fuera de esa "fábrica de mermelada" que siempre han tenido por siglos.
Desde que el gobierno de Duque, con el auspicio del "pluma blanca" Álvaro Uribe Vélez, decidió intervenir a Santa Marta, ante las quejas reiterativas e implorantes de los dirigentes destronados en franca lid y democráticamente por el líder de un nuevo movimiento político que nació en la única universidad pública que ostenta Santa Marta y el Magdalena, la ciudad retornó a lo que había dejado de ser desde antes de 1988: una urbe gobernada por alguien que el pueblo no eligió. Un alcalde a dedo y, peor aún, con ínfulas de haber sido elegido por el pueblo.
En efecto, el cachaco que hoy en día a los samarios nos impusieron como alcalde por encima de toda regla democrática —por eso tal vez muchos lo han calificado como una usurpación, un ejemplo real de abuso del poder, porque ni siquiera le han permitido al movimiento político que se ganó por dos veces consecutivas el trono de la alcaldía la alternativa reglamentaria de que le nombren de una terna a un miembro de ese movimiento político— quiere aparecer, además, para el colmo, como un arrogante hombre anticorrupto que vino a combatir una corrupción que no encontró. Algo parecido a cuando los gringos justificaron su intervención en Irak diciendo que allá existían fábricas de armas químicas, cosa que nunca demostraron.
Guardando las proporciones, así ha ocurrido en Santa Marta, en donde vinieron por la lana y ante los ojos de la mayoría de los samarios, de seguro, van a regresar trasquilados, porque así siempre lo ha enseñado la historia: el que mal obra, mal acaba.
Esperemos que mientras eso ocurre, la ciudad "dos veces santa" y no dos veces hp, resurja como el ave fénix y retome la brújula que por fin, después de 487 años, había encontrado a tan solo trece años de cumplir sus primeros 500 años de existencia.