Gustavo Petro llegó a la Presidencia con un discurso que proclamaba el cambio. Así que resulta hasta cierto punto comprensible que sectores del Establecimiento, particularmente los de extrema derecha, se opongan a los propósitos de su gobierno. Pese a la prudencia calculada de Uribe, resulta ostensible la actitud abiertamente hostil de su partido, que, por medio de sus más caracterizados voceros ataca sin piedad a la actual Administración.
Al otro lado del espectro político se pueden entrever, cuando menos, manifestaciones de desconcierto. A muchos les gustaría un Petro más radical, antiimperialista, socialista, más pendenciero. Haber llegado a la Presidencia no al frente de un partido político, sino de una amplísima coalición que no pretendió definirse de izquierda, puede admitirse como una táctica, pero no más. Por ejemplo, eso de defender a Alfonso López Pumarejo suena herético.
El apellido López es visto como una dinastía oligárquica que ha pesado en Colombia durante más de un siglo, si bien José Hilario, antepasado suyo, decretó la libertad de los esclavos en 1851. De algún modo Petro ha planteado una lectura distinta de ciertos hechos históricos. Es así como los que se opusieron a la abolición de la esclavitud, particularmente en el Cauca de mediados del siglo XIX, incluso alzándose en armas, son definidos como esclavistas.
Para señalar de esclavistas a sus herederos políticos, particularmente del antiguo Cauca, caracterizados además como racistas y despojadores. A López Pumarejo, pese a la oposición de Gaitán, lo exalta Petro por sus reformas progresistas en beneficio de la clase trabajadora obrera y campesina, que le valieron su condena por comunista entre la caverna conservadora. De hecho, llamó su gobierno la revolución en marcha.
Una calificación que suena a falsa y engañosa a algunos sectores de izquierda. Allí radica en gran medida el nudo gordiano ideológico de muchos de ellos. La palabra revolución fue convertida en una especie de declaración religiosa, consistente en la unión obrero, campesina y popular que dirige y realiza una insurrección general, para desplazar del poder a las oligarquías reaccionarias, destruyendo el capitalismo y dando paso a la construcción del socialismo.
Sólo un fenómeno así puede llamarse revolución, un levantamiento violento de los desposeídos que derroca a la clase propietaria para instalar en el poder la clase trabajadora. Por tanto, quien no predica y lucha por ese evento, no puede ser considerado jamás un revolucionario. Puede llamársele reformista, pequeño burgués progresista, como se quiera. La única revolución es válida además para todos los continentes y países, así como para todas las circunstancias y tiempos.
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O revolución socialista o caricatura de revolución, sentenció el Che Guevara
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Y el deber de todo revolucionario es luchar por esa revolución. O revolución socialista o caricatura de revolución, sentenció el Che Guevara. Además, los caminos para la revolución ya estaban definidos, los principios leninistas de organización, universales e intemporales. La versión de los diez mandamientos en el siglo XX. Una lectura del marxismo que se impuso tras la revolución bolchevique y que terminó convertida en dogma.
Era fácil contar los estadios económico-sociales de la historia de la humanidad y concluir que el que seguía al orden del día, para ya, era el socialismo. Comunismo primitivo, esclavismo, feudalismo y capitalismo se sucedieron casi mágicamente, como se venía el socialismo por una especie de decreto celestial. No importaba que el colectivismo primitivo hubiera durado un millón de años, o el esclavismo y el feudalismo por lo menos mil. El capitalismo ya agonizaba.
Y hoy estábamos llamados a asestarle la estocada final. La historia era un resumen mecánico. La revolución francesa, por ejemplo, tras pasar por la guillotina a Luis XVI, simbolizaba el final del feudalismo y el comienzo del capitalismo, con su estado liberal burgués individualista. No se consideraba que después volvieron un Napoleón I, un Luis XVIII, un Luis Felipe o un Napoleón III. O sea, la restauración monárquica que se extendió por casi un siglo más.
La historia en sus detalles resulta más compleja y difícil que en el dogma. Como obligatoriamente había que concluir tras la caída de la URSS y el socialismo real. Con la revolución bolchevique se iniciaba apenas un tránsito, que quizás cuánto podría durar y quizás cómo se desenvolvería, un proceso muy largo con novedades inimaginadas. El verdadero revolucionario es el que sabe leer en qué momento de ese larguísimo proceso se halla y cómo debe obrar en consecuencia.
Cometería un error garrafal si afirmo que Petro posee la verdad, que es al fin una cuestión colectiva mucho mayor a la visión de un único partido. Pero es evidente que sus juicios abarcan una dimensión más amplia y realista, más ajustada a la coyuntura que vive la sociedad contemporánea. Su urgente llamada a salvar la humanidad y la vida, así como el camino que propone, merecen una mirada más serena. No se podrá lograr todo, pero vale la pena intentarlo.
El cambio comienza en nuestras cabezas.