Después de la muerte de la congresista Gilma Jiménez muchas reflexiones han reconocido su defensa de la niñez. Y no es para menos. Más allá de la viabilidad y sensatez de sus políticas, fue ella quien trajo a los niños al centro del debate público. Una apuesta, sin duda, difícil y osada: es mucho más cierto apostarle a una parte de la población que de hecho pueda votar. No en vano, durante tiempos de campaña, los políticos se rapan a la tercera edad. Sin embargo, pese al riesgo político de su agenda, Gilma se consolidó como una de las congresistas más votadas, conocidas y poderosas del panorama nacional.
Sin embargo, entre sus niños, escogió solo a unos y abandonó a otros: a los niños LGBTI. Hace unos meses, cuando pudo votar afirmativamente a un proyecto de ley que, más allá de formalizar las uniones de las parejas del mismo sexo, sentaba un precedente para desestigmatizar a esta minoría, no lo hizo. Esto es: decidió no hacerlo. Con todo, su jugada política es comprensible. Así lo querían sus votantes. En efecto, a muchos les oí decir: “a Gilma le toca votar ‘no’ porque ella es la defensora de los niños”. Pero, ¿alguien entiende esta última reflexión?
Hace un mes apareció en los medios la historia de Coy Mathis, un niño transgénero, cuyos padres acababan de ganar una pelea legal para que su pequeño pudiera acceder a los baños femeninos de su colegio. Los jueces estadounidenses les dieron la razón. Ahora Coy puede sentirse tranquilo de volver de nuevo al colegio y abandonar las tutorías en casa a las que se había visto relegado. Su Estado, como sus padres, los respaldaron. Entendieron que la sexualidad no inicia con la obtención de la cédula, que la identidad sexual no es juego solo de adultos.
Pero no todos los jueces son como los de la división de derechos, ni todos los padres son como los de Coy; de hecho, ellos son la minoría. La gran mayoría de niños LGBTI deben sufrir desde pequeños los estigmas de sentirse distintos y tener que vivirlo en silencio. No pueden compartirlo con sus compañeros, con sus profesores, y lo peor, con su familia. En efecto: a los negros los han discriminado los blancos; a la mujer, los hombres; a los inmigrantes ilegales, los ciudadanos legales y a los gais, sus propios padres (y, claro, todos los anteriores).
Hace ocho días el mundo vivió la celebración de la marcha del orgullo gay. Me llamó la atención que en ciudades como Toronto los grandes protagonistas fueran los niños. Se vieron en la calle comparsas de maestros de escuela primaria, de secundaria, de padres de niños gais, de niños gais, y simplemente niños que iban con sus padres como asistentes a la celebración de lo que claramente era un día festivo. ¿Y por qué no habría de serlo? Una minoría era reivindicada. ¿Y en Colombia? Hay puntos que se van avanzando pero quizá ya va siendo hora de ampliar la perspectiva.