Tuve la oportunidad de escuchar a Matthias Kuntzel, un politólogo con profundas raíces en Osnabruck, Alemania, experto en temas asiáticos y antisemitismo, según el profesor Francisco Jiménez Bautista, Director de la Revista Paz y Conflictos de la Universidad de Granada, haciendo alusión a la ciudad natal de Kuntzel, donde se firmó la paz de Westfalia en los años 1600.
Fue allí donde se dijo: “Habrá en un lado y el otro un olvido perpetuo, amnistía o perdón de todo lo que ha sido cometido…´serán enterrados en el olvido eterno.”
Escuchamos a Kuntzel, gran conocedor de la guerra Irán-Irak, en el prolongado conflicto árabe, 1980-1988, cuando este último país contó con el respaldo de Arabia Saudí y fue apoyado por los Estados Unidos y la URSS, que aún subsistía, mientras Irán recibía el apoyo solitario de Siria y Libia.
El origen de la guerra hundía sus raíces en los desiertos petroleros y la sospecha que Saddam Hussein manejara armas químicas, que a la postre resultaron un fiasco, urdido por la grandes potencias, como lo develó la ONU, que destruyó a finales del 2000 su potencial bélico.
Solo un acuerdo negociado con el patrocinio de la ONU puso fin al conflicto iniciado por el hombre fuerte de Irak Sadam Hussein a finales de 1990.
Y, a propósito de este conflicto árabe, contaba Kuntzel, que el ayatola Khomeine importó de Taiwán, medio millón de llaves de plástico, a precios irrisorios, que posteriormente se utilizarían para combatir a la milicia de Sadam Hussein.
Contraviniendo todas las normas del derecho internacional humanitario, que como es sabido, la normatividad humanitaria prevé la protección a los niños como miembros de la población civil, tanto en los conflictos armados internacionales, como en los conflictos armados no internacionales y se establece que no deben ser objeto de violencia alguna por lo que atañe a su vida, a su persona y a su dignidad.
Es necesario recordar que Khomeini derrocó la monarquía de Sah Mohammed Reza Pehlevi e introdujo un sistema de carácter islámico a finales de los setenta.
Para compensar la debilidad de la fuerza armada iraní, Khomeini, según lo escuchado, envió niños que marcharan a derrotar el enemigo, con el objeto de que sus cuerpos despejaran el camino y llenar de pánico a sus enemigos. Los niños corrían en el desierto para disputarse el sacrificio.
Los infantes eran adiestrados para que pensaran que al pisar campos minados y ofrendar su vida contra los infieles entrarían al Paraíso tan rápido como morían y utilizaban las llaves que llevaban adheridas al cuello.
La estupidez de esta guerra nos la recuerda Camus: “Cuando estalla una guerra las personas se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido.” “Y sin duda una guerra es evidentemente estúpida, pero eso no impide que dure.”
Estupidez alienada, enajenada, donde los niños no entendían la brutalidad de estos hechos sangrientos y acudían gustosos a la inmolación como un acto beatífico y bienaventurado, tal como lo hacen hoy los yihadistas, con la salvedad que por ser mayores ingresan a un encuentro liberador con carácter paradisíaco.
Morir, para los niños, era una forma de mejorar su posición social y cuando una familia perdía un niño en la guerra se le ofrecían a sus padres generosos beneficios, como una especie de Sisben.
La muerte, como éxtasis, fue una invención enajenante de los intereses petroleros, Imanes que han sobrevivido a Mahoma y viven como soberanos en los rascacielos del mundo.
La humanidad en algunos pueblos árabes es una mecha encendida, tiene la obsesión por el martirio, como los cristianos que avanzaba sin temeridad a las fauces de los leones en el circo romano para llegar al Cielo.
“Arremetan contra los infieles, hay que liberar al mundo de la maldad y la maldad son los apóstatas, los que desertaron del islam.”
La felicidad está asegurada ganen a pierdan la guerra. El solo hecho de participar en la contienda guerrera es una victoria contra la maldad.
Imaginarse que un Imán llega en un corcel blanco a visitar a las víctimas los llena de una placidez sin límites, como llega un Santa Claus norteamericano en diciembre a repartir regalos descendiendo por las chimeneas.
El martirio siempre fue símbolo de felicidad suprema y los cuerpos eran envueltos en sudarios guerreros para llegar a un lugar donde recobrarían la vida para disfrutar el bienestar por el resto de la eternidad.
Los estudiantes árabes, sirios y marroquíes, con quienes tuvimos la oportunidad de estudiar, nunca abandonaron sus creencias en el Corán, libro de ordenamiento ético, fuente de solidaridad y su preocupación siempre fue la dignidad del otro.
Esta anécdota, contada por Kuntzel, nos hace entender un poco lo que ocurrió y aún ocurre en los países árabes y que, guardadas las proporciones históricas, vivieron los niños en la guerra colombiana, que murieron con el fusil al hombro o volados en pedazos esperando una modernidad triunfante. Hasta pronto.