La primavera empezaba a tomarse confianza. Mi buen amigo Julio Rodríguez, manejaba con precaución por amplias y veloces carreteras, mientras sus dos hijos dormían plácidamente en el asiento trasero. Luego de discutir temas de la menor trascendencia (la base perenne de nuestra amistad) Julio mencionó algo que me pareció de la mayor simpleza e importancia: los niños deben aburrirse. Para Julio, abandonar al niño en su juego íntimo, dejarle de prestar tanta atención, permitirle un tiempo a solas, apresura y fortalece su capacidad para afianzar la vida. Les sobran herramientas, afirmó. Dejar a los niños en paz, lejos de tanta fotografía y celebración vacua de su propia normalidad -e inevitable progreso- les permite darle un significado propio a todo lo que los rodea. No podría estar más de acuerdo.
El célebre Franz Kafka, en esa extensa y espinosa carta que escribió a su padre en 1919, le recordaba -con cierta amargura y reproche- que lo único que se puede hacer por un hijo es darle la bienvenida al llegar al mundo. Es posible que el autor se refiriera a la obligación de todas las madres y padres de preparar a sus hijos ante la inminente llegada de la vida y de esa enigmática y confusa travesía que representa empezar a vivir; una vez se es separado –para siempre- de ese reino ideal que es el vientre materno.
A pesar de la aparente obviedad de esta conclusión es preocupante ver cómo a nuestros niños (así ha sido por siglos, sin duda) los aflige el tenaz peligro de perder su niñez. La peor bienvenida. El considerable malestar del mundo incluye –y también se explica- por la ausencia del regocijo que deberían traer los mejores años de la vida: la infancia. Guerras, desplazamientos, abusos, hambrunas y sed –entre muchas más otras tragedias- llevan a niñas y niños a atestiguar y afrontar escenarios y situaciones que deberían corresponder de forma exclusiva a los adultos. Los niños deben ser niños. Sin excusa. Una sociedad, que se jacte de ser civilizada, debe evitar por todos los medios que sus niños pierdan la inocencia de forma prematura, y de esta forma se llenen de llagas y cicatrices emocionales que les impidan poner en marcha el sutil impulso que trae toda vida que comienza: la esperanza.
Diligentes y preocupados progenitores”, en aras de satisfacer
su necesidad de exhibición y su compulsión de sobresalir,
castigan a sus hijos con el disciplinado látigo de la excepcionalidad
No obstante nuestros días han traído una nueva amenaza agudizada por la peligrosa virtualidad: la vanidad de los padres. Hoy en día abundan “diligentes y preocupados progenitores”, que en aras de satisfacer su necesidad de exhibición y su compulsión de sobresalir, castigan a sus hijos con el disciplinado látigo de la excepcionalidad. En la actualidad basta visitar las redes sociales o hacer parte de una reunión de jóvenes padres para darse cuenta de los niveles de exigencia y la abrumadora carga a la que son sometidos nuestros niños a muy temprana edad. Por un afán egoísta muchos padres angustian a sus hijos para obtener resultados que solo les importan -y sirven- a ellos. Vale la pena preguntarse qué tanto efecto tiene este comportamiento de los adultos en el significado que van dando los niños a valores tan importantes como la igualdad, la justicia y el bienestar de los demás. Ser excepcional –e incluso querer serlo- puede cobrar un precio muy alto: alejarse del amigo, del compañero y del aliado al convertirlo en alguien a quién rebasar, a quién dejar a atrás, a quién ganarle.
Por lo pronto es improbable transformar la realidad de las infancias devoradas por el absurdo mundo del adulto, sin embargo es del todo posible y deseable que tanto padre y madre se detenga en su afán vanidoso de tener el mejor hijo, el campeón, el ídolo y se detenga a darles la mejor bienvenida que se le puede dar a un niño, tener una vida normal. Algo que no me cansaré de agradecerle a mis padres.
@CamiloFidel
Basta visitar las redes sociales o una reunión de jóvenes padres para constatar los niveles de exigencia y la abrumadora carga a la que son sometidos nuestros niños a muy temprana edad