Colombia es un país infinitamente hipócrita. Eso lo sabemos todos los que, por desgracia o por fortuna, nacimos en la tierra donde también germinaron las vidas de personajes tan importantes para la historia de la humanidad como Gabriel García Márquez y Pablo Escobar. Por eso, seguramente, algunos colombianos miran por encima del hombro a los muchachos de escasos recursos que se ganan la vida limpiando vidrios de automóviles en un semáforo –y a quienes los más osados llaman ñeros-, pero se emocionan con las actuaciones deportivas de otros ñeros que, por cosas de la vida, ahora son personas millonarias y amadas por sus compatriotas.
Por ejemplo, el otro día, en medio de una noche colmada de vino Malbec, conversaba con un amigo –en un bar de la ciudad de Buenos Aires-, acerca de la excesiva migración de mis compatriotas a la capital argentina. Él, un joven nacido en el seno de una familia de clase media-alta bogotana, me decía que sentía repulsión al ver tantos colombianos ñeros en las calles porteñas, quienes, usualmente, trabajan como meseros o quiosqueros –tenderos-. Mi amigo, un médico egresado de la Universidad del Rosario, afirmaba que esos muchachos lo único que pueden hacer, fuera de Colombia, es dejar por el piso el nombre del país. Yo, por culpa de distraerme con la música y el alcohol, y por no querer perder a uno de los pocos amigos colombianos que me quedan, no quise entrar mucho en ese debate. Pero nunca estuve de acuerdo con su punto de vista. El mismo me parecía superficial, ridículo y contradictorio. Porque, la verdad sea dicha, si hay personas que llenan de orgullo a los colombianos, son precisamente los ñeros. Y a mí no me digan que no, jauría de hipócritas.
Ayer, sin ir más lejos, dos auténticos ñeros hicieron llenar de felicidad a millones de colombianos. En el partido que la selección Colombia le ganó a su similar de Perú, en el marco de las eliminatorias al mundial de Rusia 2018, los autores de los momentos sagrados del deporte rey –los goles- fueron dos muchachos que, de no haber sido porque se les cruzó por la vida una pelota de fútbol, hoy serían unos de los millones de ñeros que inundan las calles de las principales ciudades de mi país. Edwin Cardona y Teófilo Gutiérrez no son propiamente el producto de la unión de un órgano reproductor masculino de alcurnia y una vagina perteneciente a la crema y nata colombiana. Todo lo contrario. Ellos son la imagen perfecta del ñero que muchos colombianos, como mi amigo, el galeno, desprecian y creen que son seres humanos inferiores.
Sin embargo, como el común denominador de los colombianos es la falsedad, me imagino que ayer él –mi compañero ocasional de vinos- y millones de colombianos más celebraron a rabiar los goles del volante paisa y el delantero costeño. Teo y Cardona, para fortuna de ellos y sus familiares, ahora no son catalogados como ñeros por el grueso de los colombianos, sino que ahora son tratados como héroes.
Lamentablemente, el gobierno colombiano no se ha querido dar cuenta que, apoyando al deporte con políticas publicas serias, se pueden transformar las vidas de millones de ñeros que, en unos años, no nos van a hacer sentir vergüenza sino orgullo al sinnúmero de colombianos que, diariamente, sentimos lástima al ver cómo los más jóvenes se dedican a vivir consumiendo drogas y cometiendo ilícitos porque las matemáticas y la historia no les llamaron nunca la atención.
¡Respétenme a los ñeros!
@andresolarte
Facebook.com/olarteandres
[email protected]