Bogotá es una urbe de corazón frío y siniestro que sabe ocultar muy bien sus realidades más estremecedoras. En el centro, donde se concentran la vida cultural, universidades prestigiosas y bares que son el sitio de reunión de artistas y bohemios, hay una historia que se cuenta en muertos.
Jaime Roncancio, o “Calabazo” como le gusta que lo llamen, nació en Egipto, centro de Bogotá, y sabe de primera mano cuál es la cruz que cargan todos sus paisanos: nacer, tener hambre, robar, drogarse, aprender a disparar para terminar en un hospital, la cárcel o un cementerio. Goza de libertad condicional hace 32 meses. Esta es su quinta condena y decidió que sería la última. La diferencia entre esta y otras veces son los tres hijos y la mujer que ahora lo acompañan.
“Un día en la cárcel, escuché los tours que hacen en Medellín para contar la historia del narcotráfico y pensé que, si un día salía, iba a hacer lo mismo en mi barrio. Cuando me dieron libertad condicional, vi que mis sobrinos estaban en la droga, repitiendo la historia. Yo fui reclutado para una pandilla a los 9 años, tengo 8 tiros en mi cuerpo, enterré 5 hermanos, una hermana, primos, amigos y decidí que ya era suficiente. Tenía que hacer algo por cambiar las cosas”.
Hace un poco más de 3 años nadie se aventuraba a entrar a esta tierra sin mayores controles estatales. Egipto era casi un estado soberano con sus propias reglas. Tiene una vista por la que cualquier hombre privilegiado pagaría millones, pero esta sitiado e invadido por la pobreza. Mientras en el país se vivían los fenómenos de las guerrillas y el paramilitarismo, en Bogotá había una guerra urbana, con miles de muertos a unas cuantas cuadras del Palacio de Nariño.
La primera pandilla que existió fue la de los Gallinazos. Se dividen por asuntos de dinero y mujeres, dándole paso a los Gasolinos; cuando los cabecillas de las dos pandillas mueren hay nuevas divisiones: nacen la Veintiuna y la Novena. Desde entonces, Egipto se dividió en cuatro territorios. Traspasar alguna de las fronteras era una sentencia de muerte.
La historia del cuerpo
En esta tierra, las historias se documentan en puñaladas, tiros y muertos.
Andrés Saavedra, “el pato”, cuenta con una mirada nostálgica y socarrona cómo conoció las armas siendo apenas un niño, frente a las decenas de turistas que hoy visitan su barrio.
De su niñez recuerda dos cosas: el hambre y el sonido de las balas que hacían parte de una de sus rutinas favoritas, porque los protagonistas eran sus superhéroes: muchachos y adultos que se enfrentaban entre ellos o con la policía.
Tenía apenas 12 años y aunque vivía hacia arriba, en el terreno de los Gasolinos, se la llevaba bien con el calabazo. Muchas veces cruzó con inocencia la frontera hasta terreno de los gallinazos para jugar con él. Un día cualquiera, un niño de su edad, le dio aviso de su amistad prohibida a un jefe de su zona. Este decidió reprenderlo: mandó con un arma al soplón quien le propinó los primeros dos tiros de la docena que recibiría en su vida. Uno en el brazo y otra cerca del abdomen.
Después de sacarse las balas y contar el cuento, Andrés se volvió del territorio donde jugaba y el jefe de los gallinazos le preguntó si tomaría venganza, mientras le daba su primera arma: una Naji 9 milímetros.
Andrés no tenía ganas de cobrar venganza, pero sentía emoción por haberse vuelto parte de los hombres valientes que admiraba. Ahora, por primera vez, él también tenía un padrino.
Cogió el arma y subió la loma hasta donde había una cancha de tejo. Cuando vio salir al niño que le había disparado, apretó el gatillo y por primera vez sintió la adrenalina de un dios que decide sobre la vida de alguien. No dejó de disparar hasta que se vació el proveedor. Su víctima no estaba sola: ahora él, protegido detrás de un poste, era de nuevo el blanco. Escuchó el ruido ensordecedor de muchas balas, pero no sentía miedo.
La adrenalina en su máximo nivel no le permitía pensar en la muerte. El hombre que le había dado el arma llegó a respaldarlo justo cuando se halló sin balas, con una muchachada con la que ese día selló el pacto tácito de ser familia. Lo que más amó de ese día fue el final: el abrazo del jefe de la banda que lo enaltecía frente a los demás miembros. No era para menos, él, con solo 12 años, se había abierto paso en territorio ajeno a punta de bala, “¡como todo un varón!”.
Esa fue su graduación en el territorio. Después participó en robos, pero al niño que no pensaba en volverse ratero no le importaba el dinero, sentía paternidad, poder y protección.
La primera vez que recibió plata, fue tanta que les compró zapatos a sus hermanitos y los llevó a tomar gaseosa como los ricos. Fue entonces cuando escogió delinquir como su profesión. “Que chimba que yo hubiera podido elegir que mi mamá fuera cantante y mi papá futbolista: como Pike y Shakira. Afortunadamente me toco nacer en el otro lado, para vivir historias y poder cambiarlas”.
Breaking Borders:
Hace 30 meses, Jaime y Andrés decidieron hacer tours en su lado del territorio, para que las personas conocieran su historia, volver a los jóvenes guías turísticos y cambiar la cara del barrio.
Lo primero que hicieron fue reunir a las cabezas del territorio y en medio de tragos, decidir qué iban a hacer con su gente. Pensaron en traer de nuevo el comercio al barrio. La idea era buena, pero tenían que buscar el modo de garantizarles seguridad a los comerciantes.
Entonces decidieron enfocarse en el turismo sostenible y comunitario que cuenta historias a través de los grafitis, que pintaron artistas nacionales y latinoamericanos que hicieron el recorrido por Egipto, escucharon las historias de sus habitantes y decidieron convertirlas en arte.
Venderle el proyecto al barrio, que era incrédulo por haber carecido de oportunidades, fue más simple de lo que pensaban. Los habitantes de Egipto tienen en común esa vida que les tocó, haber sido hermanos en el hambre y que muchos de ellos han pasado una o varias veces por una cárcel. Ese es el motivo principal por el que después de salir no lograban incorporarse a una sociedad que trata como parias a los ex convictos.
En cuanto a los jóvenes, muchos ya han pasado por correccionales y tienen como espejo la experiencia de los mayores; el turismo sostenible representa para ellos una motivación para seguir con sus estudios y la oportunidad para, por ejemplo, aprender nuevos idiomas y contarle su historia a nacionales y extranjeros. El recorrido inicia en la iglesia de Egipto. En un salón grande que, en 1980, funcionaba como una estación de policía. Ahora hay una biblioteca que fue adecuada y dotada por una universidad cercana.
El barrio, que limita con el Externado, da cuenta de una guerra urbana de la que pocos conocen las magnitudes reales. Las primeras calles son empedradas y las casas coloridas y se puede ver un edificio que asoma sus primeros dejos de abandono. Hace tiempo fue un jardín que albergaba a más de 120 niños, hasta que un accidente fatal con un menor provocó que fuera clausurado.
Más adelante, en las casas se pueden ver plasmados con grafitis los lenguajes con los que se comunicaban los pandilleros a la hora de robar o de tener algún enfrentamiento. En las paredes se ven los huecos de las balas y el primero de dos altares que hay en honor a los caídos de la guerra que, según estadísticas de la Universidad externado de Colombia, llegan a los 1400.
Al inicio, en el muro en el que hoy está pintada una virgen, había una lista con los nombres de cada muerto del barrio. Cuando la policía tomó los nombres del muro para su archivo personal, los habitantes decidieron cambiar las letras por un símbolo de fe en el que ahora siempre hay flores.
Cleopatras.
Breaking Borders reivindicó una tarea que, como país, aún tenemos pendiente: el papel de la mujer en la guerra.
Carmen Muñoz es viuda y madre de cuatro hijos. Cuenta su historia en la única parada del recorrido, con la valentía y el callo que le sacaron las heridas, llevando con orgullo el legado de su madre, doña Celina Gutiérrez, la anciana próxima a cumplir 87 años que no solo recibió a los niños que fueron alumbrados en esa tierra a invisible para el estado, sino que les sacó las balas y los mantuvo vivos sin graduarse de médico, apenas con el conocimiento de sus ancestros y ese carácter inquebrantable que acompaña a las mujeres cuando tienen que salir adelante.
Carmen se para al frente de los turistas respirando lento, tratando de guardar la compostura, mientras cuenta que su esposo fue un muerto más de esa guerra, cuando ella esperaba a su cuarta hija; que su hijo mayor, de 19 años, está en la cárcel mientras se rebuscaba la vida intentando ser el papá de sus hermanos y el proveedor de su casa. Los ojos se le vuelven de cristal cuando recuerda que ella pagó cárcel a los 18 años y que su hijo está condenado a salir de ese infierno cuando cumpla 40.
No puede cambiar su historia ni la situación de su hijo, pero decidió darles mejores oportunidades a los niños que aun crecen en el barrio. Fue así como nacieron las Cleopatras, un grupo de mujeres del barrio Egipto, que hoy buscan emprender desde los tejidos en telares, la confección y otros oficios que les permiten ser autosostenibles y estar en su casa, presentes en la educación de sus hijos.
Egipto sigue siendo inseguro, sobre todo porque la iniciativa de turismo sostenible solo es de uno de los cuatro bandos que dividen el poder en el barrio. Aun así, los niños que crecen allí ya no sueñan con ser sicarios. Con los fondos que gana la iniciativa, la ayuda de fundaciones como “La buena semilla” y aportes de voluntarios, la comunidad logró construir un puente para que los niños puedan pasar seguro un caño que da hacia San Bruno, la parte alta del barrio donde las casas son unas de madera y otras de teja.
También cambiaron la improvisada cancha de fútbol que antes era barro, y ahora es una cancha sintética.
A diferencia de cualquier cancha de la ciudad, en Egipto jugar fútbol en un sitio bien acondicionado y rodeado por árboles, es gratis. La comunidad dona su mano de obra para hacer el mantenimiento y ya tienen un niño que los representa como arquero en las ligas inferiores del Santafé.
En el recorrido se pueden ver jóvenes y adultos que cuentan su historia con amabilidad y desenfado, intentando comunicarse con los extranjeros en su idioma mientras juegan futbol con ellos y cultivan expectativas diferentes a las de sus predecesores.
Esta iniciativa no cuenta con ayuda estatal, se ha mantenido a punta del ingenio y la estrategia de personas que no estudiaron para comunicar, pero saben hacerlo con maestría, que crearon oportunidades desde su miseria y las heridas que llevan a cuestas, y que levantan la cara para retratar entre dibujos y palabras el dolor inconmensurable de más de 50 años de guerra.