Niños paralizados de miedo, detenidos en el tiempo. Asistían a su escuela como un trámite ante lo inevitable; puntos suspensivos ante la inminencia de la guerra. La muerte era su contexto y su razón para dejar de ser.
Un profesor cansado de inmóviles y silentes aulas, les propone un juego. No habría enemigos de quienes huir solo obstáculos por sobrepasar. A jugar no serían invitados la lógica, la causa y la consecuencia. Pacientes tendrían que esperar en el pasillo.
Sería un juego de fantasía. El profesor les contaría historias a medias y los niños las harían desvanecer en su imaginación, las podrían tergiversar; estarían obligados al error y a hacer reír. Crearían cuentos sin vergüenza. Desaparecerían por momentos, naufragarían en creatividad, inventarían sus vidas. Un juego común y corriente de niños comunes y corrientes.
Caperucitas que leían la mano, monstruos sensibles y poetas, automóviles que viajaban de mirada en mirada, aparecían en tardes donde los niños recuperaban su niñez, donde huían de sus aparentes destinos. Su imaginación como refugio y hallazgo. Su creatividad innata como interruptor de su fatalidad. Fantasía a secas.
Esta es la historia de Gianni Rodari y esta es la historia de una clase de pensamiento fantástico de niños judíos en la Italia de la Segunda Guerra Mundial.
Tengo una teoría: la guerra, cualquier guerra, es hija de la lógica y la paz, cualquier paz, es hija de la fantasía. Siguiendo los enormes pasos de Rodari, les propongo un ejercicio que la comprueba. Aquí las reglas:
Salgan a la calle y caminen. No lleven equipajes de prejuicios y miedo. Solo traigan consigo creatividad y desenfado. Lleven agua, la fantasía deshidrata.
Primero busquen muros. Los muros blancos y en silencio están prohibidos. Se premiará el hallazgo de muros llenos de color, adornados con letras o formas inentendibles. Con firmeza párese frente al muro y destierre la angustia de no poder comprenderlo, dele una oportunidad, tómele la mano.
Imagine que ese muro ya no es un muro. Imagine que ese muro es un armario lleno de ideas ajenas e inquietas, un armario cerrado con llave, asegurado con lo que no quisimos o dejamos de entender. Un armario que convierte gritos en murmullos.
Imagine que ese muro, que ya no es muro sino armario, es un lugar de reunión, donde se encuentran su imaginación y la de los otros, donde coinciden los sentimientos que hace rato no tocaban a la puerta. Haga memoria, recuerde cuando tenía pensamientos esquivos e indiferentes. Piense que ese muro podría ser suyo y que ese, ese que se le apareció, también podría ser usted.
Por último, imagine que ese muro es una invitación a conversar, con seres reales o imaginarios, a conversar sobre su vida, la que quiso y la que inventó. Una oportunidad para conocer al otro, para intimar y perderse en sus laberintos, para dialogar o debatir, para llevarse la razón o dejarla ir. Para que usted comprenda que el juego de imaginar muros, es un juego de varios. Un juego de todos.
Hace poco me proponían afrontar el conflicto colombiano, darle cara. Me pedían soluciones y resultados. Violencia de lógica pura. Salí corriendo, así no juego, dije. Pero volví porque este también es mi conflicto, pero jugué otro juego. Empecé a dejar de ver, detuve al tiempo y su cauce de tristezas. Empecé a oír a las fantasías que se provocan sin querer y a formarme en esa fila de anhelos que esperan su turno. Empecé a decirle a la guerra paz, al enemigo perdón y al dolor olvido.
En estas épocas de tanta fórmula propuesta para la paz, vale la pena salir a la calle y ver nuestras fantasías más comunes y cercanas, esas fantasías que duelen pero que sirven. Nuestros grafitis, que ya no son grafitis, que se elevan en las calles como momentos de tolerancia, instantes de diálogo y detonadores de comprensión.
Ejercicios de paz. Nada más y nada menos que otra oportunidad.
@CamiloFidel