En ese entonces decidió sentarse sobre la mesa. Se le veía una sonrisa pícara cada vez que nos miraba a mi compañera y a mí mientras estábamos preparando la grabadora de sonido para comenzar la conversación. En sus ojos había una chispa que solo podía pertenecerle a él. La primera vez que vi a José López Rincón me fijé en sus manos, sabía que era muralista en San Carlos pero desconocía por completo lo que significaba el arte para él, y sobre todo para la historia del municipio.
“Yo vivía por allí en el Alto, donde vivía la mamá del Calvo, uno de los paracos más sanguinarios que tuvo San carlos. Tuvo una muerte bastante cruel, el man murió desangrado por las partes del Alto en un hostigamiento que tuvieron con la guerrilla”
Fueron las primeras palabras que salieron de su boca y llegamos a creer que la conversación sería un relato de la guerra. Pero no fue así. ‘Joselo’, como le dicen y se hace conocer al mundo, sabía que la historia que hoy tenía que ser contada era completamente distinta a la de aquellas épocas. Sus ademanes eran seguros, fuertes, frescos y relajados, y su sonrisa llena de luz nos recordaba la sonrisa de los vecinos, de aquellos que habíamos visto caminar en el centro del pueblo. En San Carlos sucedía algo particular y era que te encontrabas con una chispa que tenían cada uno de los sancarlitanos.
El 2 de febrero de 1983 llegó Joselo al mundo sin saber que convertiría una historia de guerra, en una de resiliencia. San Carlos fue uno de los municipios más afectados durante ‘la época de la violencia’, los grupos armados se habían apoderado del pueblo y la violencia que se vivió allí fue inhumana. “¡Diablos, diablos! Vienen los diablos” decían los sancarlitanos cuando llegaban los grupos armados a hacer temblar la tierra antioqueña, sobre todo en las zonas veredales. Para la guerra muchas veces no hubo rostros sino armas, pérdidas y ausencias. Desde pequeño, Joselo había sentido una gran afinidad por las artes, su sensibilidad estaba despierta al mundo que lo rodeaba. A pesar de que no se topó de primeras con el muralismo ni las artes plástica, sí lo hizo con el teatro; en 1995 empezó el arte a tocar a la puerta de su casa y crearon un grupo de teatro que se denominó ‘La gotera’. La Casa de la Cultura se convirtió en su hogar para construirse y educarse como artista.
Este grupo teatral estrenó la obra maestra de ellos: Asfalto, un texto original del dramaturgo Juan Álvaro Romero al que le sumaron varios escritos del poeta Gustavo Andrade Rivera con las vivencias de las víctimas del municipio de San Carlos, sobre todo, aquellas que llegaron al casco urbano después de la masacre donde fueron asesinadas 18 personas, perpetrada por las Farc el 16 de enero del 2003 en la vereda Dosquebradas. Esta obra se presentó en el año 2003 y Joselo nos contaba la cantidad de risas que salían del público: tenía a paramilitares, guerrilleros y víctimas. Todos observaron la guerra desde el arte, una distancia prudente, el humor y un escenario. Fue una primera forma de resistencia y de reinterpretación del conflicto armado que se vivió. Los mismos actores eran víctimas, ellos eran las voces de quienes no tenían voz. Ese era su lema.
“¿Sabe a mí cómo se me quito el miedo? Yo tuve dos amenazas de muerte. Yo tenía el cabello largo, las autodefensas estaban en pleno furor acá en San Carlos. Y un sardino tenía fama de asesino. Cuando llegué a una esquina y ese man coge y me dice “siéntese ahí en ese matero” y yo hice caso. Cuando coge de una y ¡Pum! y me la pone así al lado. Eso fue un domingo, había mucha gente”.
Joselo no se daba cuenta de que mientras nos contaba no podíamos evitar ver la cicatriz que tenía en la frente. Era el mapa de un rostro que le sonreía a aquellas veces que la vida no se había despedido de él.
“Igual, después de eso no me fui. No quería irme. Yo seguí trabajando con el grupo porque nosotros nos íbamos para la parte de abajo, que era zona de Autodefensa, a hacer funciones de teatro y el mismo día podíamos estar hacia el Chocó a hacer teatro, pero también era zona guerrillera. Entonces o me querían reclutar o matar. Era un cuento tenaz. A partir de eso empecé a acostarme a las 6 de la tarde con los zapatos puestos. A mí me tocaban la puerta a la seis de la tarde yo estaba cuatro, cinco patios más allá del mío”, decía Joselo mientras nos sonreía.
Sus ademanes histriónicos permitían que se asomara la vena artística que llevaba con él. Vivir en el contexto del conflicto armado significaba caminar con el miedo entre el pecho. Él lo sabía perfectamente, y a pesar de que el arte se convirtiera en un método de resistencia los grupos armados no esperaban en advertir sobre la vida a los sancarlitanos. Joselo se había cuenta de cómo mirábamos con curiosidad su cicatriz, y nos sonrió. Nos contó que la segunda oportunidad fue la que hizo que se fuera del pueblo.
“Fue en otra oportunidad que andaba pintando y decidí irme. Iba con una escalera y yo estaba terminando de bajar cuando escucho que gritaron, entonces yo volteé, y pues con el man hace años no hablaba porque era un compañero de infancia. Entonces yo me seguí, cuando vuelve y grita muy clarito “¡Joselo!” yo lo miré y le dije “¿Yo?”, “venga” y yo sabía que el pelado estaba en las autodefensas, pero yo normal. Cuando ese man de una sí lo sacó y me lo pego aquí, acá en la frente, acá tengo un cachazo, PAM “¿Sabe rezar?”
Y antes de ponerse a rezar se fue de San Carlos. Se convirtió, sin pensarlo ni denominarse, en una víctima del desplazamiento forzado. Su hermano ya se había ido de Medellín hacía un tiempo porque habían empezado a relacionarlo con guerrilleros. Ambos se fueron y su madre se quedó.
Joselo pensaba en la violencia pero también en el arte. El proyecto de muralismo había nacido tiempo atrás, pero para cuidarsen, el proyecto tuvo que quedar en espera. Para la fortuna de San Carlos, Joselo jamás olvidó ese sueño y con sus manos lo materializó. Cuando la época más oscura de violencia paró y los sancarlitanos empezaron su retorno, él volvió. Nunca quiso hacer su vida por fuera de su ciudad natal. Siempre quiso volver y cuando lo hizo, el arte se convirtió en la herramienta principal para levantar San Carlos y convertirlo en el Municipio de los murales.
Joselo y su compañeros no le dieron mucha espera en su retorno. Había que moverse. Era “diciendo y haciendo”. Su equipo son Danilo Marin, Valentina Londoño, Alejandra Giraldo, Laura Garrido, Edwin Arbelaez, Julián Andres Ramirez y Liliana Botero, y a veces jóvenes, de La casa de la Juventud, quienes participan y construyen con ellos. El ánimo de empezar muralismo despegó cuando este paisa se ganó una beca del Centro de Memoria Histórica en el 2013 que le permitió hacer uno de los primeros murales de San Carlos, que fue hecho en el CARE (Centro de Acercamiento y Reconciliación de víctimas). El mural narra la historia del municipio, desde sus orígenes indígenas hasta el ahora.
“Se trata de resignificar esos lugares donde hubo tanta violencia. El CARE antes era el piqueteadero del pueblo. El que entraba no volvía a salir. Entonces qué bueno haber empezado por ahí, ¿entendés? Y así con todas las demás paredes del pueblo”, recuerdo que mientras Joselo pronunciaba esas palabras, sus piernas cruzadas se movían con impaciencia al pensar lo que había sido San Carlos. Hacía pocas pausas, le emocionaba hablar de su historia pero también imaginar el futuro. Sabía que el municipio iba a ser conocido por ser el lugar donde los murales narraban la historia de sus padres, abuelos y ancestros.
Caminar las calles de San Carlos es encontrarse con una exposición de arte y pintura. Caminar las calles de San Carlos es recorrer la historia de un país. La historia que nos pertenece a todos.