Los muertos que no vemos
Opinión

Los muertos que no vemos

Por:
marzo 25, 2014
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Delgada, ennegrecida, sonriente mira el caudal de autos que a las ocho de la mañana es la autopista. Se balancea en el vértice de la acera. Intenta sostenerse en un pie, levanta los brazos y abre las manos como si pudiera coger naranjas del árbol que le da sombra, como si ese árbol no fuera ya un leño seco y roñoso. Levanta su faldita verde limón y comprueba que el bombacho negro sí le cubre las rodillas. Ajusta el tocado tejido con plásticos al contorno de su cabeza y detiene las manos a la altura de las sienes. Apunta la mirada, convierte el cuerpo en una lanza, aúlla, se arroja. Aterriza al otro lado de la vía. No mira hacia atrás. Levanta los brazos en señal de victoria.

Seguimos sus pasos un viernes al medio día. La acera es una cuerda floja y no soy equilibrista. La luz me ciega. No escuchó lo que me gritan. Me muerdo los labios. Mi amigo me agarra de la mano y me hala hacia el abismo. Cierro los ojos. Espero el golpe certero del camión que avisté. Grito. Escucho los insultos de los conductores y el bramido del tipo que no me suelta. Una vez en tierra firme, levanto los brazos como lo hizo ella y repaso. Tomamos dirección norte y la buscamos entre cientos que nos ven sin mirarnos.

Dos hombres entretenidos en desarmar decenas de celulares nos saludan sin levantar los ojos de su presa. El que busca hilos de cobre entre mangueras de plástico dice que caminemos sin miedo porque nos están cuidando. Entre los doce que forman un círculo a la espera de que ruede el bazuco hay una chica que se parece a ella; cuando se siente observada, me devuelve una mirada sin picardía. Los que juegan cartas nos siguen de reojo y los que rellenan las cazoletas de las pipas resuellan a nuestro paso. Entre los agolpados frente al televisor tampoco está ella. Los observo alelados mirando otra realidad a través de la pantalla: pieles teñidas de hollín, pechos secos, espaldas cicatrizadas, uñas partidas. Una mujer mueve la perilla hasta encontrar una telenovela. Todos la aplauden. Un chico afila una navaja. A punto de llegar al final del pasillo un hombre desdentado nos dice que nos están pensando.

Una semana después escucho la voz del forense. Me habla el domingo 23 de marzo, a veinticuatro horas de que una explosión matara a cuatro indigentes en el centro de Medellín. Confirma que en las neveras de la morgue están los cuatro cuerpos. Él le tomó las huellas al que cargaba el explosivo. El arma le destruyó el abdomen, el pecho y una mano. A los otros tres los mató la onda y la metralla. Después de un silencio, dice que están en buenas condiciones para ser identificados pero que nadie se ha interesado. Al final, informa que los cuatro son varones.

Busco a mi amigo para decirle que la reina coronada con plásticos tampoco está en la morgue. Cuelga sin hablar. Se duele al suponer que su niña sigue deambulando en esta ciudad sin entrañas. Medellín le negó compasión en el sufrimiento, la condenó al inframundo donde no hay morada posible, la expulsó de la vida para no ver el rostro de su propio fracaso como sociedad, le mandó balas porque la desprecia viva, y no pregunta su nombre, ni el de los tres mil indigentes que sobreviven aquí,  porque cuando muera no tendrá por quién llorar.

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