A Álvaro Uribe Vélez, el gestor de la “seguridad democrática”, no le cuadran los 6.402 asesinatos que miembros de la fuerza pública –concretamente el ejército– cometieron durante su presidencia. Por eso cuestiona abiertamente a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), algo que ya es normal en él, porque considera que esta se ha documentado con informes de oenegés enemigas de su gobierno. Esto era algo que ya se presagiaba: el eterno presidente nunca va a aceptar nada que deje entrever los alcances criminales de su política sanguinaria. Por lo tanto, resulta completamente normal que se oponga a cualquier prueba que demuestren los falsos positivos que estremecieron al país. Bueno, a los que no comulgamos con semejantes prácticas ilegales, y que no tragamos entero al escucharlo hablar de lo sucedido.
Para desvirtuar a la JEP, el eterno presidente prefiere hacerse el distraído hablando de los resultados alcanzados durante su gobierno. Según él, mientras gobernó con mano firme a los colombianos, se atacó duro al secuestro, a la extorsión, a la delincuencia común y guerrillera que no permitía que se viajara por todo el territorio nacional. Fueron los días en donde se colocó de rodillas a las Farc, y se pensaba que esta guerrilla terminaría extinguiéndose. Siendo conscientes: nadie puede negar que los males mencionados recibieron departe suya su merecido. Sin embargo, lo legal de su mandato terminó haciendo un pacto con lo ilegal, algo que no se puede permitir en una sociedad que se crea civilizada: la ley no debe utilizarse para perseguir macabramente a los inocentes.
El gran orador Cicerón, uno de los grandes litigantes que tuvo el mundo romano, dijo sabiamente que “en medio de las armas, las leyes enmudecen”. Estaba en lo cierto: tanta muerte aparentemente justificada tiene su lado oscuro. Los logros de un gobierno, ejemplarizante para algunos, se ven opacados cuando aparecen unas muertes en Soacha y en otras regiones de Colombia que veían cómo sus conciudadanos, sin tener vínculo alguno con la guerrilla, perdían la vida inexplicablemente ante los ojos atónitos de sus familiares. Se pudo comprobar que todas estas muertes eran extrajudiciales, y que había una política gubernamental que las apoyaba: el ejército debía dar resultados cayera quien cayera.
Si se es consciente de la historia reciente de nuestro país, no es complicado comprender que todo lo mencionado hace parte de una lógica paramilitar insertada en la fuerza pública. No hay que olvidarse que a Uribe hoy se le recrimina el desarrollo del paramilitarismo en Antioquia, siendo gobernador de dicho departamento cuando se cometieron las masacres más crueles que ha podido conocer el mundo contemporáneo. Tampoco nos podemos olvidar que The New York Times, aunque deje mal parado a nuestro periodismo amarillista, desde Estados Unidos nos dijo que el gobierno Duque quiso implementar una política de letalidad militar. Si esto no es paramilitarismo o limpieza social, pues qué otros rótulos se le puede ofrecer a semejante barbarie.
Los muertos que presenta la JEP, por todo lo que se aprecia, no tienen dueño legal, aunque lo tenga realmente en el imaginario colectivo de los colombianos. Por eso va a ser muy difícil que Uribe reconozca la responsabilidad penal que acarrean sus delitos extrajudiciales, así como se opone a las altas cortes y a los magistrados que conocen todas sus andanzas. Todo aquel que se oponga a él es definido como corrupto, y a través de esa lógica, de por sí es bastante maquiavélica, motiva la efervescencia de los pocos seguidores que aún le quedan. Lo que sí está claro es que bajo su mando el país conoció unos falsos positivos, que aunque los desconozca siempre lo van a perseguir.