En el poema “Los nueve monstruos” de su libro Poemas humanos, César Vallejo da cuenta, en forma paradójica, de un solo gran monstruo que parece subyugar toda la existencia humana: el dolor. Este monstruo se presenta como un ser cuya naturaleza es el continuo crecimiento y, por eso, al buscar los demás monstruos anunciados en el título, que nunca aparecen en sí, terminamos entendiendo que el sufrimiento es tan voraz y poderoso que el solo hace por nueve. En el contexto colombiano ese único monstruo se ha manifestado siempre bajo el común denominador de la violencia, y, en estos días de peste, se alimenta de cinco nutritivas especies de su mismo género, que lo han engordado a reventar: la miseria, la ignorancia, la avaricia, la corrupción y la incredulidad.
De la miseria no hay mucho que decir, pues la escasez que la caracteriza ya ha agotado todos los argumentos. La miseria, como el dolor en el poema del autor peruano, crece “a treinta minutos por segundo” y es el Anti-Midas que todo lo trastoca en mierda, hasta estas palabras. Solo reitero, pues algo debo decir a pesar de su contundente hediondez, que es en los suburbios del sur de nuestras ciudades capitales y en los confines del Amazonas y del Pacífico, presos en la inacabable cuarentena de la pobreza, donde también pulula hoy día la plaga.
Sobre la ignorancia, por el contrario, jamás alcanzarán los vocablos para llegar a la misma conclusión de Sócrates. Y sí que no saben nada de nada ni los rigurosos sabios en todos los campos de la pretenciosa ciencia, a quienes cogió dormidos en sus laureles el mínimo ser que ahora nos descerebra; ni los millonarios supermercados y entidades financieras, que han hecho su agosto en la pandemia y nunca han estado en crisis, aunque sea por ellos que se han abierto todas las puertas al COVID-19; ni los gobiernos, empezando por el gran ciego del Norte que guía a los demás ciegos al borde del abismo y cuya réplica nacional nos regaló un día sin IVA apenas anteayer para que nos contagiemos hasta el tope de la peste de la ignorancia que nos matará a todos.
En cuanto a la avaricia, sigue siendo y será hasta el último día de nuestro apocalipsis, la reina de la estupidez no solo nacional sino mundial, que aun en tiempos tan lamentables se regodea en las pantallas de todas las redes sociales y nos alela con sus depósitos de oro bien custodiados que nada curan, pero que ilusionan hasta al indigente con sus falsas e interminables gangas en todas las gamas del consumismo.
La corrupción, socia de todas las anteriores, es, sin embargo nuestra gran insignia. Lógico, pues, somos la colonia que mejor asimiló la herencia española de la hipocresía y la apariencia. Desde los Lazarillos que circulan en nuestras calles contaminadas, habitantes de la última escala de la inopia, hasta el arzobispo, el general, el presidente y el magnate, en sus excelsos palacios, parten sin rubor toda papaya puesta. Nos pasamos de vivos incluso en la tragedia y podemos tasar en millones la panela y las papas de la canasta básica, como indican lo ha hecho una gobernadora, o hacer cuánta fila haya para acceder a un subsidio que no nos corresponde. No respetamos pinta. Nos pasamos por debajo de la mesa cuánto dinero se requiera para nuestras campañas y hasta el matarife, después de degollar en las sombras a las reses inermes, protagoniza series al estilo de Netflix, y luego, como el escudero del cuento, se pasea campante a la luz de todos los días porque debe ostentar un honor que nadie le exige.
La cereza del pastel, la que rompe el saco, es la incredulidad, expresada con frecuencia en falacias expresadas con la cara de palo que le resultó clave a nuestro Nobel de literatura como técnica narrativa, y ejemplificada recientemente por una descabalada congresista que rebajó a la categoría de falso positivo la confesada violación de un pelotón del ejército a una niña indígena. Podría prolongarme aún con inauditas situaciones de este tipo, que han socavado nuestra fe en cualquier cosa; pero, entre tantas mentiras y burlas, basta adaptar, con poco esfuerzo, un cínico meme que circula en internet: ¿quién puede creer en las cifras aportadas cada tarde por el impasible heraldo de nuestras muertes pandémicas, según las cuales, un animalito tan insignificante que perece con agua y jabón es el causa de los decesos que cada vez nos sitian más?
Como termina el vate del Perú, para vencer a semejantes monstruos, “¡Ah! desgraciadamente, hombres humanos, hay, hermanos, muchísimo que hacer”.